Con el sello de El Deseo como garantía, El Ángel recrea la fulgurante vida criminal de Carlos Robledo Puch, también conocido como 'el chacal', un joven con cara de niño y tirabuzones rubios que se convirtió en el enemigo público número uno de la policía y las autoridades argentinas hasta su apresamiento en 1972, autor de numerosos robos, violaciones y hasta 11 asesinatos a sangre fría por los que aún cumple condena 46 años después.
Luis Ortega traslada su diseño de producción y su mirada cool a aquellos primeros setenta con fidelidad escenográfica y ambiental, sin duda seducido por la reconstrucción de una época sobre la base de su aspecto, sin embargo, contra todo pronóstico, no es la suya la previsible película de género y acción frenética que pudiera esperarse de un personaje y un mundo como en el que se mueve El Ángel.
Lo más interesante aquí es la distancia y cierta ralentización del tempo (puede que también un exceso de metraje) que adopta Ortega en su retrato, la opacidad entre la cámara, la puesta en escena y ese enigma rubio de labios carnosos al que es prácticamente imposible conocer o explicar desde la psicología de manual del criminal adolescente. Hijo de padres de clase media, alumno de buenos colegios, correcto y educado, homosexual reprimido y observador frío y morboso, el Carlitos de esta película desciende a la fascinación por el crimen y la muerte en una extraña forma existencial que tiene más que ver con el vacío que con las motivaciones de clase, los traumas familiares, la heroicidad marginal o la pulsión del mal.
Y todo esto lo resuelve el filme desde un atractivo y poderoso uso de la música pop-rock en castellano (una de las mejores bandas sonoras del año, de Palito Ortega a La Joven Guardia, pasando por Moondog y Piazzola) como compás de movimientos y maquinaria de enlaces, en una lúbrica mirada a la tensión erótica entre todos los personajes (especialmente con el colega de fechorías que encarna Chino Darín y con la madre de este, interpretada por Mercedes Morán) y, sobre todo, haciendo de cuerpo danzarín y la mirada acuosa de Lorenzo Ferro, actor portentoso, el verdadero epicentro espectacular y enigmático de una escalada hacia la cumbre de la banalidad que sólo puede acabar precipitándose al abismo.