La novia del desierto | Crítica

Paulina en el horizonte

La novia del desierto es la confirmación de que se puede hacer una película con una mujer y un paisaje, y una buena película si ese paisaje es el de la imponente llanura del desierto Cuyano y esa mujer es la inmensa actriz chilena Paulina García, a quien tal vez recuerden por su memorable papel en Gloria, de Sebastián Lelio, por su aparición en la deliciosa Verano en Brooklyn, de Ira Sachs, o como la madre de Pablo Escobar en la serie Narcos

Su personaje, una mujer de mediana edad que acaba de dejar el trabajo con una familia después de tres décadas, se enfrenta a sus fantasmas, al desarraigo y a la soledad en pleno viaje por el desierto, y la cámara de Atán y Pivato la sigue a la espera de alguna revelación. Ni siquiera hacía falta ponerla en contexto a través de esos flashes de su vida pasada. Todo se revela aquí a través de su cuerpo en movimiento, de su rostro repleto de emociones contenidas, de su contacto con un espacio abierto marcado por el mito y la superstición, de su silencio poco a poco superado por el encuentro con ese puestero itinerante (Claudio Rissi) que, en su cortejo, hará de catalizador hacia una posible nueva etapa.

El formato panorámico se nos antoja aquí una sabia elección de puesta en escena: el empequeñecimiento de la figura humana en el paisaje, la ausencia de foco en los márgenes de la imagen o el buen gusto por los encuadres estáticos hacen de esta Novia del desierto un filme en busca de una estética propia que traduzca el desconcierto de ese periplo interior. Tal vez esa salida final puntuada por una música liberadora subraye innecesariamente y rompa la contención emocional que la ha atravesado.