Un asunto de familia | crítica

Vínculo sin sangre

Una imagen de 'Un asunto de familia', de Hirokazu Koreeda.

Una imagen de 'Un asunto de familia', de Hirokazu Koreeda.

No parece casual que Koreeda y Kawase se hayan sincronizado, también en la cartelera española (Viaje a Nara se estrenará la semana que viene), a la hora de abanderar ese humanismo nipón que la crítica más nostálgica y perezosa sigue emparentando casi exclusivamente con Ozu.

Ambos se han hecho fuertes en los festivales de categoría A y en los circuitos de versión original con unos mismos temas (la familia, la orfandad, la muerte, una cierta filosofía y espiritualidad orientales) y unas mismas formas naturalistas o poéticas que se asumen por aquí como la quintaesencia de ese japonesismo que pone una pica en la tradición como contrapeso a la vorágine de la deriva contemporánea.

Así, este nuevo Koreeda premiado con la Palma de Oro en Cannes resulta una suerte de summa o compendio de su ya dilatada filmografía previa (de After life a El tercer asesinato), a saber, un regreso a la crónica de sucesos como punto de partida para un estudio agridulce de la familia, en este caso una familia artificial, como núcleo de relaciones y foco de irradiación de asuntos como el desarraigo, la soledad, el aislamiento, la marginalidad o la ambigüedad de valores éticos, morales y sociales.

Un asunto de familia reconstruye así los días de una familia extrañamente avenida en una marginalidad confortable: un padre, una madre, una abuela pensionista (la popular Kirin Kiki, en su último papel para el cine) y tres hijos, una joven que trabaja en locales eróticos y dos de ellos recogidos de las calles, que conviven en una pequeña y humilde casa de barrio y que subsiste entre empleos precarios y pequeños robos sin apenas peso dramático.

Koreeda se muestra siempre más interesante y preciso cuando se mantiene en ese reducido espacio, marco espacial de roces, conversaciones, gestos y confesiones íntimas que se cuecen a fuego lento. Sin embargo, su película tiene la imperiosa necesidad de respirar demasiado en el exterior, de seguir, contar y relatar la vida de cada uno de los miembros, de explicar, hasta llegar al desenlace y la explícita revelación de las causas del aislamiento, las circunstancias que han hecho que cada uno se integre en esa familia impostada en la que el consuelo, el reconocimiento y el calor mutuo conviven con un lado oscuro de individualismo, traición o egoísmo.

Se sobreentiende que la lección del filme pasa por reivindicar a esos olvidados de la idealizada sociedad del bienestar japonesa, a esos invisibles, muchos de ellos niños (recuerden Nadie sabe), que subsisten fuera de las estadísticas o los modelos sociales oficiales. Y aunque Koreeda no lo subraye en exceso, ese último y explícito tercio del filme echa por tierra los pequeños destellos de misterio y las sombras que circulaban y se intuían entre esas cuatro paredes.