Los niños del mar | Crítica

El origen (animado) del mundo

Una imagen del filme japonés de animación 'Los niños del mar'.

Una imagen del filme japonés de animación 'Los niños del mar'.

Como en aquella memorable y deliciosa Ponyo en el acantilado de Miyazaki, la vida en estos Niños del mar de Ayumu Watanabe, adaptación del manga de Daisuke Igarashi salida del Studio 4ªC, también nace del agua y los océanos, territorio germinal y mítico de leyendas ancestrales, origen y destino de peces, mamíferos y criaturas híbridas que, ocasionalmente, arriban a la orilla para infiltrarse entre nosotros bajo forma humana aunque con nostalgia infinita de su hogar.

Cuento de vacaciones de verano, Los niños del mar despliega una vez más esa inquebrantable alianza del anime entre lo real y lo imaginario como reversos inseparables de una misma moneda, territorios que se comunican con gestos sencillos y una generosa iconografía atenta siempre a los elementos atmosféricos y climatológicos (el agua, la lluvia, el viento, la luz…) y cincelada sobre los expresivos ojos adolescentes que nos sirven de guías y sherpas entre ambos universos.

La película de Watanabe nos lleva así de la mano de Ruka y su paulatino descubrimiento de otros niños (Umi y Sora) que, aunque se parecen a ella, pertenecen a otro mundo que está más allá de la orilla, bajo el mar, más allá de las estrellas incluso. Y es que el relato de Los niños del mar apunta indefectiblemente en su paulatina disolución de lo real, y siempre con el eco de un mensaje ecologista y panteísta, hacia ese tramo final de abstracción lisérgica y onírica en el que las formas se desvanecen, funden y estallan en un hermoso viaje hacia el origen de la vida que ocupa, acompasado por la batuta del gran Joe Hisaishi, veinte largos y memorables minutos que compensan, en una verdadera fiesta animada, todos aquellos posibles estancamientos y reiteraciones que hayamos podido sufrir hasta entonces en este relato plástico de conciliación entre el hombre, la naturaleza, el universo y la fantasía.