Destinado a convertirse, si no lo es ya, en un auténtico título de culto, The empty man es una de esas películas orilladas por la propia industria que ha logrado abrirse camino a través del boca a oreja entre los que han sabido ver y escuchar sus muchos y singulares méritos en tiempos de cine de terror prefabricado o de propuestas de autor demasiado autoconscientes y solemnes maquilladas por el aparato crítico que las acompaña.
La película de David Prior, adaptación de la novela gráfica de Cullen Bunn y Vanesa R. Del Rey, llega desde un rincón de las plataformas, sin apenas promoción y con reseñas negativas y perezosas en los tristes foros de referencia, para desafiar cualquier expectativa y mostrar sus credenciales con una de esas historias en las que lo sobrenatural, lo existencial y lo terrorífico van de la mano para zarandear al espectador en lo más profundo de su conciencia y arañar en lo más hondo de sus miedos.
Un prólogo portentoso en las lejanas montañas de Bután enseña el esqueleto de la bestia y señala el asendereado camino para internarse en este laberinto inter-dimensional en el que la memoria, la culpa y la predestinación conviven con una trama sobre las sectas que esconde mucha más sustancia que la del mero lavado de cerebros de sus jóvenes acólitos.
Nuestro ex-policía de apellido Lasombra (James Badge Dale) se convierte así en el señuelo y guía-trampa para un viaje hacia las simas de lo siniestro casi siempre eludidas en la imagen explícita, creadas por la puesta en escena, el espacio off y el tratamiento sonoro, unas simas milenarias que emergen para entregar el nuevo relevo en el liderazgo por el control de la noosfera y la confusión perpetua entre la realidad y la pesadilla.