Las cartas de amor no existen | Crítica

Hombre a la deriva

Grégory Montel, protagonista de 'Las cartas de amor no existen'.

Grégory Montel, protagonista de 'Las cartas de amor no existen'.

Esta es una de esas películas que se abren y escapan, que huyen de ese lugar cómodo o tópico en el que siempre están a punto de quedarse; un filme a la deriva (como la de su propio protagonista algo patético) que va desvelando capas, matices y lecturas a cada nuevo giro.

Un hombre (Grégory Montel) despierta resacoso en una fiesta que ya ha terminado; sale, pide un taxi y decide ir a casa de su ex (Anaïs Demoustier, siempre radiante); allí se da una ducha, recoge sus cosas y se despide; a la salida, acude al café de enfrente donde empieza a escribir una última carta de amor para recuperarla.

El filme de Jérôme Bonell se instala entonces en ese espacio como microcosmos narrativo para personajes entrañables y excéntricos, del amable camarero cómplice (Grégory Gadebois) al parroquiano trastornado, testigos y actantes todos de una pequeña función de idas, venidas, conversaciones y accidentes en la que nuestro protagonista intenta gestionar su día mientras lleva a cabo su particular espionaje amoroso tras las ventanas.

Las cartas de amor no existen se va abriendo poco a poco a lo inesperado sobre esta premisa y encuentra nuevos espacios y personajes (el nuevo amante, su ex esposa) que definen y completan el perfil de nuestro hombre de mediana edad en plena crisis cuyas certezas se tambalean a golpe de azar, comedia, melancolía e incluso apuntes de tragedia. Un filme este que, en su tono basculante y sus apuntes desmitificadores sobre el amor romántico y el patetismo masculino en estos tiempos líquidos, observa y trata con cariño a sus criaturas imperfectas escapando de la caricatura cuando todo parecía a apuntar hacia ella.