Josee, el tigre y los peces | Crítica

El trazo del romanticismo juvenil

Esta es la tercera adaptación al cine de la novela de Seiko Tanabe (1984) tras dos versiones en imagen real de 2003 y 2020. Estamos, por tanto, ante un clásico moderno de esa literatura post-adolescente que recoge y sublima el amor romántico en su frontera con el melodrama y el fantástico, materiales que funcionan bien en el lenguaje del anime gracias a su capacidad para trascender lo real a través del trazo, el color, los tonos pastel-acuarela y esa necesaria pizca de sensiblería para las identificaciones básicas y el ablandamiento de los corazones.

En efecto, Josee, el tigre y los peces reúne a una joven arisca en silla de ruedas recluida en casa de su abuela con un estudiante de biología marina y aficionado al buceo que acumula trabajos a media jornada para poder pagarse su viaje de doctorado a México. Una reunión marcada por un encuentro brusco que se desarrolla y modula entre las clásicas fases del rechazo, el pulso y el acercamiento hasta fraguar entre ellos uno de esos amores puros que se visualizan en paseos junto al río bajo los árboles del otoño y puestas de sol frente al mar mirando al horizonte.  

La película de Kotaru Tamura recoge así entre imágenes de aliento lírico y melancolía pop la esencia romántica de una historia de superación personal donde el melo (la silla de ruedas, la creatividad como catarsis, la inevitable separación, un nuevo accidente que espejea situaciones) roza siempre el empacho aunque sin superarlo nunca por obra y gracia de la propia materia animada, fraguada en cuadros de belleza efímera y climatológica que, como en el mejor anime, trascienden las limitaciones del movimiento y el brillo de esos ojos gigantes y temblorosos con la lágrima siempre a punto.