El olvido que seremos | Crítica

El buen doctor y la academia

Javier Cámara es el doctor y activista Héctor Abad Gómez en el filme de Trueba.

Javier Cámara es el doctor y activista Héctor Abad Gómez en el filme de Trueba.

El Goya al mejor filme iberoamericano, la candidatura colombiana al Oscar e incluso el sello Cannes hacían presagiar que El olvido que seremos, la película sobre el médico y activista por la sanidad pública y los derechos humanos Héctor Abad Gómez (1921-1987), iba a ser uno de esos productos bienintencionados para el mercado del world cinema a partir de un personaje real emblemático y comprometido con las más nobles causas del humanismo, el progreso, la igualdad y el librepensamiento en el Medellín de los tiempos (años 70 y 80) difíciles.

Lo que no imaginábamos es que el vehículo cinematográfico para su nueva santificación iba a presentar semejante esclerosis de formas y tan escasa densidad dramática a la hora de retratar la vida familiar y social de un personaje al que Javier Cámara y un guion ciertamente cojo (focalizado desde la mirada del hijo, autor de la novela homónima en la que se basa el filme) se empeñan en trazar como un tipo con la sentencia y el aforismo brillante siempre a mano y una bonhomía de manual que apenas se permite fisuras a la hora de convertirlo en referencia moral no sólo para los suyos, sino también para todo un país sumido en una paulatina escalada de violencia paramilitar y degradación de la política, las instituciones y lo público.

Un vehículo al que Fernando Trueba, aquí director de encargo, incorpora los peores tics del academicismo marca de la casa, músicas enfáticas de Preisner, unas tonalidades almibaradas para la reconstrucción de los días felices en la casa familiar y un blanco y negro igualmente estándar para ese presente que, ya entre 1983 y 1987, vio el definitivo descalabrado de unos ideales que, entre la pasión por la ciencia y un sentido de lo lírico rayano en la cursilería, dieron con el bueno de Abad en el asfalto.

Cine viejo que apenas levanta emociones auténticas rasgando la superficie de la historia y el personaje real, más preocupado por subrayar la vigencia profética de su legado que por dar verdadera carne, matices y tiempo al hombre y sus circunstancias.