El inocente | Crítica

Una tapita de caviar

Louis Garrel y Noémie Merlant en una imagen de 'El inocente'.

Louis Garrel y Noémie Merlant en una imagen de 'El inocente'.

Título a título, el cine de Louis Garrel se desplaza poco a poco del universo autorial que se le presupone, no en vano es hijo de uno de los más importantes cineastas del cine moderno, para coquetear, siempre en unas formas mutantes y ligeras, con ese otro cine de género que también define la esencia industrial del mejor cine galo.

En El inocente, su cuarto largo tras Les deux amis, Un hombre fiel y Un pequeño plan…, Garrel se cuela entre los pliegues del polar de robos nocturnos y ambiente criminal y la comedia romántica más elíptica para encontrar entre sus esquemas y situaciones a un puñado de personajes entrañables salidos de una screwball que los trascienden siempre bajo una mirada libre y saltarina que no se permite nunca quedarse en un sitio fijo.

La película arranca con una escena sobre el trampantojo de la representación que se repetirá hasta dos veces más en los momentos clave del filme. Es por esa vía por la que debemos acceder al juego y el tono que El inocente nos propone: un quiebro constante de las expectativas, un tránsito por la superficie de los géneros, para redondear, gracias a un guion excelente firmado por Tanguy Viel y el propio Garrel, un trayecto circular que empieza y termina entre los muros de una cárcel entendida como espacio de encuentro y celebración.

Por el camino, el recelo fundado de un hijo viudo (Garrel) ante el nuevo marido de la madre (Anouk Grinberg), un delincuente recién salido de prisión (Roschdy Zem), su relación con la que fuera mejor amiga de su mujer (una divertidísima Noémie Merlant, Cesar por el papel) o la preparación de un golpe para robar un cargamento de caviar iraní permiten un constante viraje de modos y formas (de la parodia de la pesquisa detectivesca a la pantalla partida) que hacen de El inocente una película tremendamente entretenida al tiempo que un artefacto liviano, sorprendente y romántico que enarbola el humor como bandera de distanciamiento y donde la música y las canciones, de Gérard Blanc a nuestros queridos The Blue Nile, actúan como locomotora afectiva el tiempo preciso antes de un nuevo giro.