La Crónica Francesa | Crítica

El bulevar de las viñetas

Dedicada a William Shawn, Lillian Ross, James Baldwin y otros grandes escritores norteamericanos que hicieron carrera en el periodismo o el reportaje literario, la nueva entrega de Wes Anderson (Los Tenenbaums, Life Aquatic, Moonrise Kingdom, El gran Hotel Budapest) sitúa y despliega su reconocible imaginario en una Francia filtrada por la iconografía cultural y cinéfila y trazada en elocuentes viñetas formateadas por el diseño vintage y los gestos explícitos de puesta en escena (del 1:33.1 al blanco y negro, de los travellings laterales al zoom, del trampantojo teatral a la animación) donde el homenaje, la cita o el guiño obligan al espectador a un constante ejercicio de retentiva ante el vertiginoso paso de las imágenes y los personajes, encarnados una vez más, en su desarrollo más o menos amplio, por intérpretes de la casa como Murray, Wilson, Brody, Swinton o Jeffrey Wright, a los que se unen también Timothée Chalamet, Benicio del Toro, Frances McDormand, Elisabeth Moss o los franceses Amalric o Seydoux en una nueva y festiva galería de tipos entrañables, disfraces y acentos excéntricos al servicio de una prosa exquisita.

En su condición episódica y crepuscular, La Crónica Francesa es todo un homenaje al arte del relato y a la ética del viejo oficio periodístico, a sus héroes de escritorio, cuaderno y máquina de escribir, a su intrepidez analógica y romántica, al ejercicio de contar buenas historias como camino de apertura y revelación del mundo y sus misterios visto por el filtro del más afrancesado de los directores de Texas.

En su epicentro, la redacción del French Dispatch, el suplemento dominical del Liberty, Kansas Evening Sun dirigido con cariño paternal y gusto por el detalle por Bill Murray, vuelve a funcionar como un cálido refugio para la nostalgia y la melancolía, hogar y lugar de referencia donde se prohíben las lágrimas y desde el que lanzar a los reporteros a la caza de la mejor historia para su sección y el mejor relato para sus lectores, todo a cargo de la empresa.

La película se despliega así en su doble condición fabuladora y, de la misma forma que Isla de perros escogía Japón y El gran Hotel Budapest el universo de Zweig como territorios simbólicos para la reelaboración iconoclasta, aquí lo hace con la Francia imaginada de Tati, la nouvelle vague o Jean-Pierre Melville, con la Francia de la chanson, Delerue, los pintores modernos y malditos, los jóvenes revolucionarios enamorados o los comisarios infalibles y gourmets, protagonistas de estos relatos enlazados en el estilo de la viñeta, la autoconsciencia y la caricatura que ha hecho del cine Anderson uno de los más reconocibles de la última escena autorial, quién sabe si hasta un cierto grado de exceso autorreferencial, idealismo y saturación que no siempre juegan a su favor.