Calamity | Crítica

Un western pintado, un Oeste soñado

Conviven en Calamity dos películas: por un lado, el relato de iniciación y autoafirmación de la joven Martha Jane Cannary antes de convertirse en la mítica ‘Calamity’ Jane (1852-1903) que tantas páginas de leyenda y gloria empoderada le daría al western norteamericano, de la encarnación camp de Doris Day al realismo embarrado con el que aparece en la serie Deadwood; por otro, el hermosísimo trazo de unas estampas animadas de raíz pictórica donde el color traduce la luz y sus efectos para hacer estallar el horizonte como una verdadera sinfonía cromática.  

De la primera nos interesa la actualización elegante y discreta, nada forzada, de un discurso protofeminista en los contornos del salvaje Oeste y sus claves de masculinidad estricta y violenta, el relato de una revelación en el que la mujer se emancipa y empodera desde sus propios principios de justicia y libertad en una aventura de aprendizaje camino de Oregón. De la segunda, ya lo hemos dicho, la capacidad para hacer del lenguaje de la animación un territorio plástico de primer orden y belleza subyugante que emparenta esta película con los grandes paisajistas del territorio norteamericano, desde las pinturas de Russell, Remington, Catlin y Schreyvogel a los grandes filmes de Ford, Mann o Cimino.

Y lo mejor de todo es que ambas películas caminan y cabalgan juntas en prodigiosa armonía, sin estorbarse demasiado en sus propósitos, anudadas en un trayecto en el que la paleta del día y la de la noche se dan perfectamente el revelo en su despliegue de luces, reflejos y sombras delimitados por un tratamiento del color que en ocasiones roza el auténtico delirio onírico. Así pues, el creador de El techo del mundo ha vuelto a insuflar la animación limitada y no realista de una extraordinaria cualidad poética que convierte en verdadero oro épico y crepuscular cada plano, cada imagen, cada horizonte de un paisaje destinado una vez más a enmarcar y agigantar a sus mitos.