Crítica de Cine

Soberbio duelo actoral sobre la negación del Holocausto

El negacionismo, considerado en varios países un delito, consiste en negar la realidad histórica del Holocausto aduciendo que fue una mentira urdida por los aliados y por una conspiración judía mundial; o que existieron matanzas, pero que las cifras de víctimas son exageradas, que no existió un plan sistemático y deliberado para eliminar a la totalidad de los judíos europeos o que Hitler lo ignoraba. Lógicamente tales posiciones son condenadas, no solo académicamente por tratarse de un falseamiento de la historia, sino también penalmente por tratarse de intoxicaciones antisemitas urdidas por los antiguos nazis supervivientes (muchos más de los que se pueda imaginar: la inminencia de la Guerra Fría y la reconstrucción de Alemania atenuaron la desnazificación hasta extremos vergonzosos) o por los actuales neonazis como el padre de Marine Le Pen. Uno de los más populares, afortunadamente hoy olvidado, fue el pseudo historiador nazi británico John Irving, ferviente admirador de Hitler y por lo tanto primero negacionista del Holocausto y después, cuando sus falacias fueron desmontadas, apuntado a la tesis de la inocencia del dictador basada en su desconocimiento de la existencia de un plan de exterminio.

En 1996 Irving tuvo la desvergüenza de denunciar por calumnias ante la justicia británica a la profesora e historiadora Deborah Lipstadt y a la editorial Penguin, autora y editores de la obra Negación del Holocausto. Esta película trata con rigor y seriedad del juicio, siendo una de las mejores películas judiciales vistas desde las muy distintas El caso Winslow, Acción civil, Legítima defensa o Erin Brokovich. Curiosamente la figura de la historiadora -interpretada por Rachel Weisz- queda en segundo plano para, como en toda gran película de juicios, centrarse en el duelo entre Irving, que asumió la acción acusadora, y el defensor de la profesora, Richard Rampton, uno de los más respetados hombres de leyes de Inglaterra. Su decisión de no citar a los supervivientes como testigos para que Irving no se complaciera humillándolos convirtió el juicio en un difícil alarde de inteligencia.

La fuerza de la película reside, por supuesto, en el muy buen guión del dramaturgo y guionista David Hare (autor del ejemplar guión de Las horas o de The reader) basado en un libro de la propia Lipstadt; y en la rigurosa dirección de Mick Jackson, un veterano artesano experto en series televisivas y cine comercial (El guardaespaldas, Volcano, Fuego sobre Bagdad) que con esta película vuelve a sus orígenes en el cine de denuncia basado en hechos reales (Héroes de papel, 1989). Solo se le puede reprochar un error que dura unos segundos al evocar el horror infilmable de las cámaras de gas. Pero sobre todo su fuerza reside en las extraordinarias interpretaciones de Timothy Spall como Irving y de Tom Wilkinson como el abogado Rampton. Uno de esos formidables duelos interpretativos que eluden todo exceso y solo el cine inglés puede ofrecer. Una película, además de excelente, necesaria en los tiempos que vuelven a correr en Europa.

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