Obituario

Tavernier: la vida, el cine y casi nada más

  • Muere a los 79 años Bertrand Tavernier, director esencial del último cine francés, hombre comprometido y apasionado divulgador de la historia del cine galo y norteamericano.  

Más allá del chiste fácil, a Bertrand Tavernier, fallecido ayer a los 79 años, se le ha mirado siempre de reojo, tal vez porque para la cinefilia de herencia baziniana, nuevaolera y daneyana, que es al fin y al cabo la que maneja el cotarro, las tendencias y dicta los cánones, su condición de artesano, sus opiniones siempre comprensivas y favorables sobre el denostado cine de papá francés de la posguerra, no digamos ya sobre el cine norteamericano, al que dedicó un exhaustivo y voluminoso estudio de referencia junto a Jean-Pierre Coursodon (editado por Akal), lo situaban del lado de los rancios, los conservadores o los enemigos de las políticas autoriales oficiales.

Algunos no le perdonaron nunca su defensa de los guionistas Aurenche y Bost (a los que acudiría en sus primeras películas) o de directores como Autant-Lara, que se habían convertido, en una estrategia mitad sincera, mitad epatante, en esos padres autoritarios y responsables de un cine literario a los que había que matar desde el frente iconoclasta de los jóvenes turcos. Esos mismos que han visto siempre en sus formas, más bien clásicas y hasta cierto punto academicistas, la prolongación natural de sus gustos cinéfilos.  

Tavernier volcó en sus películas y documentales su pasión por la Historia, el cine o el jazz

Como recuerda Esteve Riambau, Tavernier tuvo la particularidad de ser uno de los contados críticos que consiguieron escribir tanto en Cahiers du cinéma como en su enemiga Positif, otra muestra más de que su compromiso apasionado con el cine y las películas no parecía responder a grupos, tendencias y frentes, no digamos ya a las derivas políticas de cada uno, como a una mirada filtrada por su propio gusto y una incansable tarea investigadora y divulgativa que, en paralelo a su labor como cineasta, que arrancaba en 1974 con El relojero de Saint-Paul, fructificó en un puñado de libros eruditos (como el dedicado a Continental Films) y en documentales como el reciente Las películas de mi vida (2016), donde repasaba la historia del cine francés de los años 30 a los 60 a partir de una particular selección de autores, títulos y géneros, muchos de ellos fuera del catálogo oficial, entre los que hay un espacio particular para los Gremillon, Duvivier, Becker, Melville o Sautet tantas veces orillados por los Vigo, Renoir, Carné, Bresson, Truffaut o Godard a los que nunca se discute.

Apasionado de la Historia (ahí están sus documentales sobre la Guerra de Argelia o el surrealismo), el cine, el blues y el jazz, a los que dedicó un hermoso documental (Mississippi blues) y su primera película americana, Round Midnight (1986), con la complicidad de Dexter Gordon y Scorsese, Tavernier fue también presidente del Instituto Lumiére en su Lyon natal, donde la tuberculosis le dejó algunas cicatrices de infancia y de donde saldría junto a su familia para instalarse en París e iniciar sus pasos en la crítica literaria (Les lettres françaises) y cinematográfica antes de trabajar como agregado de prensa del productor Georges de Beauregard, que le permite rodar sus dos primeros cortos, Les baisers (1963) y La chance et l’amour (1964). 

Tras los pasos de Chabrol y el gusto por la novela negra y el polar, su primer largo adaptaba a Simenon, mientras que Coup de torchon (1981) hace lo propio con Jim Thompson y sus 1280 almas, que Tavernier sitúa en el África colonial francesa. En ambas encontramos a Philippe Noiret como protagonista, actor fetiche y suerte de alter- ego moral con quien repite en Que empiece la fiesta (1975), El juez y el asesino (1976) y en La vida y nada más (1989), una de sus películas más premiadas y reconocidas, emocionante alegato antibelicista ambientado en la inmediata post-primera guerra mundial, en la que también se desarrolla Capitán Conán (1996).

Philippe Noiret suele interpretar en su cine a una suerte de alter-ego autobiográfico y moral

Tavernier quiso viajar al pasado y rendir homenaje a los géneros populares en su cine: a la Francia del XVIII y Felipe de Orleans en Que empiece la fiesta, a la Edad Media en La passion Béatrice (1987), a la serie B y a la reescritura ficcional de la Historia en La hija de D’Artagnan (1994), a las guerras religiosas en la corte del XVI en La princesa de Montpenssier (2010) o la Francia ocupada de la II Guerra Mundial para homenajear a los cineastas de la resistencia en Salvoconducto (2002). También rendirá su particular tributo a Renoir en Une semaine de vacances (1980), pero todos esos viajes no le alejan de su interés por el presente, marcado por el compromiso desde la izquierda moderada: crudo, juvenil y violento en La carnaza (1994); pedagógico y rural en Hoy empieza todo (1999); familiar e íntimo en Daddy nostalgie (1990) o Holy Lola (2004); en clave de crónica policial en Ley 627 (1992); político y satírico en Crónicas diplomáticas (2013). O incluso por un futuro levemente distópico como el de La muerte en directo (1980), parábola sobre la sociedad del espectáculo donde Romy Schneider y Harvey Keytel dirimían su amor a la fuga con la certeza del final.