El Rey León | Crítica

Un impostor en el trono del Rey León del 94

Una escena de este nuevo 'Rey León'.

Una escena de este nuevo 'Rey León'.

Para ganar dinero, vale. Pero la Disney no necesita hacer estas cosas para engordar la taquilla. Desde el estreno de Blancanieves en 1937 el estudio ha sabido unir creatividad y éxito comercial. Tuvo un bache importante tras la muerte de su genial fundador, pero lo superó en 1989 con La sirenita iniciando un ascenso marcado por los siguientes éxitos creativos y económicos de La Bella y la Bestia en 1991 y Aladdin en 1992 hasta culminar en 1994 con la bomba artística –en lo que se unen imagen y música– y comercial de El Rey León, un año antes de la explosión aún mayor de Pixar con Toy Story, a la que Disney se había unido tres años antes haciéndose definitivamente imbatible.

Entonces, ¿a qué viene este saqueo de sus geniales fondos para convertirlos en algo que no es ni animación ni imagen real? La pasta, vale, ya lo he dicho. Pero no se comprende que tengan que recurrir a esto para hacerlo. Además de la avidez de taquilla hay un error básico de planteamiento que ha hecho que de todas las películas de dibujos adaptadas a animación digital solo El libro de la selva haya aportado algo. Esto hacía que se esperara de El Rey León mucho más de lo que ofrece porque la dirige el mismo Jon Favreau. No ha sido así.

Primero hay que recordar que Favreau acertó en El libro de la selva, pero es un director irregular que tiene en su haber películas apreciables (Elf, Iron Man) y bodrios (Cowboys & Aliens). Y después hay que apuntar al ideólogo, sea Favreau, el guionista Jeff Nathanson (al que se debe uno de los mejores Spielberg: Atrápame si puedes) o algún creativo del estudio, que decidió o decidieron que la fórmula era imprimir el mayor realismo posible a la historia. Mal asunto cuando se trata de un libre trasunto de Hamlet a un mundo de animales parlantes y en algunos casos con gases.

Hasta la magia de las famosas y estupendas canciones se ha esfumado en esta versión

Guiados por una especia de soberbia o de pedantería el director, el guionista o el creativo –o quizás los tres a la vez– han querido hacer una versión "seria", "dramática" y "rigurosa" de un cuento de dibujitos que encogió el corazón de varias generaciones de niños.

La película de dibujos animados del 94 era mucho más emocionante sin blandura que esta, además de mucho más divertida cuando le daba la gana. ¿Qué sentido, pues, tiene esta copia absurdamente hiperrealista (de un realismo de otra parte falso, ya que es digital) casi plano a plano, que nada añade y mucho resta al original? La taquilla, lo repito por tercera vez. Pero apena que quien tanto ganó con tan grandes creaciones recurra a estas cosas (y este mal afecta a todas las nuevas versiones, no solo a las totalmente digitales: recuerden el bodrio de la nueva Mary Poppins). Hasta la magia de las canciones, las famosísimas y estupendas canciones de la película del 94, tan potentes que al convertirse en un musical viven ininterrumpidamente en los escenarios desde 1997, se esfuma. En cuanto a los alardes técnicos, enfrían en vez de dar vida.

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