Leto | Crítica

Roqueros soviéticos

Harán un buen y complementario programa doble las dos películas rusas que mejor suerte han corrido en el circuito festivalero del año pasado. Si Dovlatov, de Alexey German Jr., se acercaba a la figura del escritor (1941-1990) para trazar el desolado paisaje de censura y clandestinidad de los ambientes literarios de los años 70, esta Leto de Kirill Serebrennikov (actualmente bajo arresto domiciliario) trabaja en un mismo territorio de reconstrucción histórica y generacional en su acercamiento a la escena roquera y contracultural del Leningrado de comienzos de los años 80, a través de las vidas cruzadas de dos leyendas del rock underground local, Mike Naumenko y Viktor Tsoï.

En blanco y negro distanciador a la moda y a través de una cámara móvil y flotante, el director de Dead souls y El estudiante no se contenta con la superficie de una época de restricciones, conciertos sentados y vigilados y clandestinidad mitómana hacia los clásicos del rock occidental, y profundiza en el tejido emocional de unos jóvenes conscientes de sus propios límites libertarios, también de su condición de producto vicario capaz de articular una cierta disidencia lírica en una Unión Soviética que aún no terminaba de ver los cambios y aperturas que se producirían apenas un año más tarde con la llegada de Gorbachov y su Perestroika.   

En el epicentro de las idas y venidas, los conciertos y las tocatas en la playa o en los pisos colectivos, Leto levanta un triángulo sentimental que funciona como paso de testigo y filiación natural entre el maestro y su discípulo, entre el fan y futura estrella y su objeto de culto. Unas fechas finales anuncian que aquel sueño de rock, mitomanía y libertad no alcanzaría demasiado lejos, lo que subraya aún más si cabe ese aire de melancolía que busca atravesar los gestos, el tono y el tempo de la cinta.

Una melancolía combatida desde las canciones propias y ajenas (Bowie, Reed, T-Rex, Talking Heads, Iggy Pop, Blondie…), a través de números musicales de tratamiento pop y un narrador brechtiano que señala, tal vez con cierta rutina, las imaginarias vías de escape de un tiempo sin color ni gloria, el de un último verano que, tal vez, apenas existió en la imaginación de unos jóvenes roqueros sin demasiado futuro por delante.