Crítica 'Tres recuerdos de mi juventud'

Celebración del mejor cine francés

TRES RECUERDOS DE MI JUVENTUD. Drama, Francia, 2015, 123 min. Dirección: Arnaud Desplechin. Guion: Arnaud Desplechin y Julie Peyr. Fotografía: Irina Lubtchansky. Música: Grégoire Hetzel y Mike Kourtzer. Intérpretes: Lou Roy-Lecollinet, Quentin Dolmaire, Mathieu Amalric, Léonard Matton, André Dussolier.

Paul Dedalus, un personaje que Arnaud Desplechin retoma de su anterior Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle), recuerda tres episodios de su vida como si recompusiera una pieza de loza rota. El primero, muy breve, trata del final de su infancia atormentada por una madre loca y un padre amargado, solo iluminada por su tía abuela: Los 400 golpes retocado por Dostoievski (el hermano pequeño rezando en la iglesia, tras la muerte de la madre, para que Dios le conceda la gracia de no creer en él). El segundo, algo más extenso y referido a su adolescencia, da un sorprendente giro hacia el espionaje: aprovechando un viaje escolar a la URSS, Dedalus ayuda a un compañero judío a llevar dinero y documentos suministrados para que una familia judía pueda huir a Israel, lo que tendrá consecuencias en el presente (estupenda escena del interrogatorio, con un espléndido André Dussolier, gran y veterano actor que aporta a la película los ecos de sus trabajos con Rohmer y Resnais).

El tercer y más dilatado episodio está dedicado a la pasión total entre el joven Dedalus y Esther. Aquí Desplechin se mueve en las atmósferas de ese realismo poético y pasional tan propio del cine francés. Muchos consideran erróneamente a este director un heredero de la Nueva Ola. Es una opinión reduccionista porque su obra, y especialmente esta película, remite a Vigo, Carné, Becker, Rivette, Rohmer, Godard, Truffaut, Carax y cuantos han narrado historias de amor desesperadas, totales, irreales, retóricas, con esa rara combinación francesa de realismo e irrealidad, pasión y frialdad formal, que a la vez resultan profundamente conmovedoras pese a su evidente estilización y su gran retórica. Y esto es así desde el sueño erótico de L'Atalante al tan retórico monólogo de Piccoli ante el cuerpo desnudo de la Bardot en Le mepris, pasando por el beso en el túnel de la verbena entre Jean Gabin y Michelle Morgan en El muelle de las brumas. Desplechin es, por lo tanto, un legítimo heredero del cine francés, no solo de la Nueva Ola. Y de esa muy francesa pasión por la pasión que parece querer redimir, desahogar o compensar esa otra pasión, también tan francesa, por la norma, la medida y la contención, por la clarté, la finesse y la justesse de los filósofos y ensayistas o por la rígida preceptiva de Corneille y Racine, pasión por dentro hielo por fuera. Este arraigo en una cultura es lo que hizo la grandeza del cine europeo, que aún sobrevive gracias a directores como Desplechin.

El extenso episodio dedicado a la pasión de Dedalus por Esther transmite esta pasión desbocada volcada en un molde frío. Los jóvenes de Desplechin -y este es otro encantador rasgo de irrealidad de la película- leen a Poe y a Stendhal, decoran sus cuartos con postales de obras de Chardin, discuten sobre el sacrificio de Abraham, reflexionan frente a un cuadro de Hubert Robert, se pelean por el amor de una mujer con parlamentos de personajes adultos expresados con la perfección gramatical de una obra de Racine o se desmayan tras recibir una mala noticia (el anacrónico recurso del desmayo como reacción extrema, tan bien usado por Rohmer y Truffaut).

Desplechin utiliza con naturalidad recursos de los años 60 (cortinillas, imagen partida), Truffaut (entrada simultánea de la voz off y una música de gran intensidad emocional, cartas de amor que los personajes recitan mirando a la cámara, cierre circular en negro al estilo del cine mudo), Godard ("¿Alguien te ha querido más que a su vida?", le pregunta retórica y bellamente el jovencísimo Dedalus a Esther tras su primera cita), Demy (la ruptura final telefónica) o Hitchcock (la forma en que entra y se mantiene el tema de cuerda en el desgarrador flashback parisino de felicidad que se inserta poco antes del triste final, que tanto recuerda a Vértigo). Son inspiraciones, no copias, que le permiten alcanzar a través su muy personal estilo escenas de extraordinaria belleza y fuerza poética, logrando salir airoso -gracias a la naturalidad- de apuestas tan arriesgadas como el encuentro entre Dedalus y su tía abuela muerta o la separación de los jóvenes amantes en la estación de tren desdibujada por la niebla: para ella cada adiós es una muerte porque el amor es un absoluto que todo lo devora.

Si les gusta el cine autor, si tienen nostalgia de Jules et Jim o Le mépris, no se pierdan esta exigente, hermosa e inteligente película que cuenta con unas muy buenas interpretaciones, sobre todo de Mathieu Amalric -alter ego de Desplechin en muchas de sus películas- y Quentin Dolmaire como Dedalus adulto y adolescente. El autor de obras tan notables como Esther Kahn, Reyes y reinas, La amada, Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) o Un cuento de Navidad, ha logrado su mejor película. Una fiesta del mejor cine francés que exaltará a quienes lo aman tanto como aburrirá a quienes lo detestan. Importantísimo que la vean los más jóvenes que no tuvieron la suerte de ser coetáneos de los maestros cuyos ecos resuenan en esta hermosa película.

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