El salón de baile | Crítica

De la zapatilla al tacón y viceversa

David Coria, Tamara López, Rafaela Carrasco y Rubén Olmo en 'El Salón de baile'

David Coria, Tamara López, Rafaela Carrasco y Rubén Olmo en 'El Salón de baile' / Juan Carlos Muñoz

El flamenco es un arte vivo que camina hacia el futuro con pasos de gigante, como se ha visto estos días en muchos escenarios. Pero no pueden olvidarse las bases que lo sustentan. Raíces y alas, que decía Juan Ramón Jiménez. Tampoco puede olvidarse que el flamenco forma parte de las danzas españolas, de las que se ha enriquecido y con las que ha convivido en una multitud de ocasiones.

El Salón de baile es un homenaje a todas esas danzas que se bailaban en el siglo XIX y principios del XX, reuniendo la zapatilla y el tacón, la bata de cola y los palillos, la guitarra y la pequeña orquesta; y a uno de los lugares donde con más frecuencia se exhibían en Sevilla. Ese lugar no era otro que las academias (la de Miguel de la Barrera, la del Maestro Otero, la de la Campanera...) que organizaban ensayos abiertos que publicitaban en periódicos y hoteles, por lo que siempre contaron, como ahora, con una gran afluencia de extranjeros.

Para organizar este Salón de baile con los recursos y la técnica del siglo XXI, nadie mejor que Rafaela Carrasco quien, además de su valía como bailaora y coreógrafa, ha demostrado sus grandes dotes como directora de escena y aglutinadora de artistas. Baste citar, además de las obras de su compañía, el premiado espectáculo de clausura de la XVII Bienal, La punta y la raíz, y su estupenda labor al frente del Ballet Flamenco de Andalucía.

Junto a ella, en esta ocasión, cuatro figuras del baile con conocimientos y arte sobrados para bailarlo todo: la Escuela Bolera, la danza estilizada y el flamenco. La pieza comienza con la voz de Jesús Vigorra (Canal Sur) presentando a los artistas de la velada. Luego se hace la luz y nos encontramos en un gran salón ante un escenario. La idea del escenario dentro del escenario es siempre peligrosa y pocas veces se rentabiliza, pero ése es el juego de niveles elegido para desarrollar un programa de doce piezas de distintos géneros y épocas, ya con orquesta, ya con el acompañamiento de cuatro impresionantes músicos flamencos. A partir de ahí, cada uno dará lo mejor de sí, empezando por una etérea y magnífica Tamara López, que mostró su gracia y su talento primero con la zapatilla, y luego con el tacón en la soleá de Arcas, acompañada de un Rubén Olmo (Premio Nacional de Danza), realmente inmenso en las Miniaturas Boleras y en todo lo que bailó. Es justo decir también, que los arreglos orquestales, bastante contemporáneos, distanciaron un poco esos bailes –el Jaleo, el Olé de la Curra, los Panaderos...– que pocos jóvenes conocen hoy.

También echamos un poco de menos la frescura de aquellas veladas, así como algún representante del baile más racial, pero la flamencura estuvo garantizada con Javier Barón. Elegante, sabio y magnífico por soleá, se llevó uno de los mayores aplausos de la noche. Flamenquísimo también David Coria por romeras y Rafaela que, entre otras cosas, cerró con un precioso garrotín. Al verla, fue imposible no recordar al que fuera su gran maestro, Mario Maya, que nos dejó tal día como hoy hace ya diez años.

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