Andalucía

Baile de mascarillas

Un hombre con una mascara antigás, como las usadas en la Primera Guerra Mundial, en un balcón

Un hombre con una mascara antigás, como las usadas en la Primera Guerra Mundial, en un balcón / Juan Carlos Vázquez

CON las mascarillas no se aclaran. Se las ponen, pero su uso no está definido. Vemos con mascarilla al Rey –de civil y de militar–, vemos con mascarilla al presidente del Gobierno y a ministros y a más jefes militares, y vemos con su mascarilla bien colocada a policías y a operarios de la limpieza y a los riders de Glovo y a monjas, y a nadie trabajando en los puestos del mercado le falta su mascarilla, ni tampoco a los empleados del súper, y en la cola de éste hay muchos paisanos con mascarillas, y va y dice el presidente Sánchez en la rueda de prensa en las que nos informa de la prolongación del confinamiento hasta el 26 de abril que su Gobierno está haciendo todo lo que está en su mano para que el “conjunto de la población en general” cuente con mascarilla. O sea, que de aquí a poco yo también iré con mascarilla. A alguno que otro le va a venir bien la mascarilla: hay jetas que es mejor ocultar. Más en estos días.Pero, lo dicho, no está tan claro. Mientras algunos defienden su uso otros dicen que no sirve para gran cosa si no eres un sanitario o una persona que cuida a contagiados –para quien resultan imprescindibles las de filtro– o alguien con síntomas –que deben llevar las quirúrgicas para no infectar a los demás–. Y las que se han manufacturado algunos en su casa –cuánto daño ha hecho Maestros de la costura– para salir a la calle embozados en plan hermanos Dalton o el Pernales no son ningún obstáculo para el virus si no cumples con otras medidas mucho más eficaces que ese trapo cubriéndote la boca, como lavarse las manos con frecuencia, toser en la parte interna del codo y guardar un metro y medio de distancia.

Lo mucho que nos han llamado la atención en otras épocas –por ejemplo en aquella que parece cada vez más remota de la turistificación– los guiris asiáticos que recorrían nuestra ciudad con la mascarilla atornillada. Alguna risita nos echamos tontamente en más de una ocasión por lo bajinis, y más de una vez los calificamos de exagerados cuando no de estrafalarios. Para ellos es casi una prenda más de su indumentaria invernal. Y, a lo que se ve, los occidentales vamos camino de convertirnos muy a nuestro pesar en victim fashion. La OMS, que hasta hace poco se ha mostrado contraria al uso generalizado de la mascarilla entre la población, ya duda y tiene el debate encima de la mesa. Hasta hace unos días lo desaconsejaba de forma tajante. Ya no. Ahora, junto con otros países, entre ellos España, se plantea seguir el ejemplo asiático y recomendar –veremos si no termina convirtiéndose en otra obligación– que vayamos todos con la boca bien tapada.

Al final, va a resultar otra moda más importada de Oriente. Otra que sumar a las muchas a las que la sociedad occidental ya se ha apuntado hace tiempo. Fernando Simón recomendó el viernes ir adoptando el modelo de vida de los japoneses. Si no hay más remedio, mascarilla tal vez, Simón. Pero por el sushi no paso.

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