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‘Pringao’, que eres un ‘pringao’

‘Pringao’, que eres un ‘pringao’

‘Pringao’, que eres un ‘pringao’

“Pringao” es uno de los términos coloquiales más utilizados para aludir al individuo poco avezado o que suele ser un metepatas allá donde va. Pero no estamos hablando de una palabra relacionada con la rica pringá de nuestros pucheros o potajes. Es un vocablo más emparentado con la “pringá” de nuestros casi desaparecidos juegos callejeros: la pringá del castigo a quien no acepta las reglas de juego, la patada que se endiña al rival por ser simplemente el “pringao” al que se derrota.

Todo esto viene, efectivamente, de la pringue, grasa de baja calidad que por su incontinencia se desparrama o deposita por alguna parte. La pringue del castigo no tiene relación gastronómica o culinaria, sino que tiene un origen judicial. El “pringao” era aquel que estaba marcado por “la pringue” dictada por el juez. Aquel que cometía una fechoría recibía en su piel un chorrillo de aceite o manteca caliente para que quedara marcado para toda la vida, para que se ‘anotara’ que tenía antecedentes cuando fuera otra vez detenido allá donde estuviera.

Sobre este “pringar” hablamos de largos siglos en que no se llevaba documentación encima. Los jueces seguían con los malhechores dos métodos de identificación: el corte triangular en las orejas o incluso la sección completa del pabellón auditivo, o los hilos de pringue señalados en la espalda que dejaban una imborrable cicatriz (que solía sumarse a las de los latigazos). Según el número de antecedentes, de chorros de pringue que habían abrasado la piel, así se agravaban las penas posteriores. Cuando no había ordenadores en los juzgados se tomaban estas medidas expeditivas, aunque precisamente las Cortes de Cádiz vinieron en España a erradicar martirios innecesarios como este tirar pringue espalda abajo. El castigo añadido de la pringá fue desapareciendo pero se mantuvo el término ese término de “pringao”, que aludía a los infortunados y pícaros que recibían la dolorosa medida de control.

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