FERIA Toros en Sevilla en directo | Cayetano, Emilio de Justo y Ginés Marín en la Maestranza

La hiniesta

Estampas pretéritas en San Julián

  • La Dolorosa volvió a llevar la misma disposición de las manos que la antigua Virgen que ardió en el año 1932.

Ver salir la cofradía de la Hiniesta es retroceder a la Semana Santa de Romero Murube, de Núñez de Herrera o de Juan Sierra. Sin tener que hacer memoria histórica se produce un regreso a las primeras décadas del siglo pasado.

Un barrio, que pese a estar hoy habitado por nuevos vecinos que nada tienen que ver con los que vivían en los antiguos corrales, sigue guardando el encanto de presentar cada año estampas antiguas de un Domingo de Ramos.

Todo es distinto. Pero nada ha cambiado. Se espera la salida desde dos horas antes. Mientras, se refresca el gaznate con alguna cerveza o bebida isotónica (que siempre hay quien cuida su salud en todas las circunstancias).

Los nazarenos entran hasta último momento en la parroquia de San Julián. Se confunde el azul de los capirotes de raso con el de las plumas de la banda que abre el cortejo. Hay alboroto de niños, de vecinas en los balcones y de policías que quitan y ponen a los cada vez más sofisticados fotógrafos (trípode, cámara y los complementos varios) apostados en las inmediaciones del templo. En esto sí que se ha cambiado.

Se abren las puertas en San Julián. Del interior del templo emana un frescor de muros antiguos que apacigua la calor que se refleja en los abanicos que se abaten fuertemente (y todavía estamos en primavera).

El Cristo de la Buena Muerte atraviesa el dintel. Silencio absoluto. Pura geometría. La ojiva forma un perfecto rombo con el vértice del crucificado, que va sumergido en el monte de claveles. Suena una saeta (no muy buena, todo haya que decirlo), mientras que el Cristo es ascendido.

Se vuelve a esperar. El cortejo se hace larguísimo hasta que llega la Virgen de la Hiniesta. Sinfonía de azul y plata frente a la piedra. Rodríguez Ojeda y el mudéjar. Varios siglos en pocos metros cuadrados. Vuelve a llevar la Dolorosa de Castillo Lastrucci las manos tal como las luciera el año pasado, emulando la disposición que presentaba la antigua talla que ardió en el incendio intencionado de San Julián en 1932.

La tensión de la salida se palpa por segundos. Todo el mundo quiere ser capataz. “Ese paso hay que bajarlo más”, se escucha. Los costaleros lo colocan casi a ras de suelo. Hay que salvar la ojiva. Y ahora el público empieza a contar:un varal, otro y otro...La salida es cada año un reto donde todos están implicados. Los Ariza, la cuadrilla y el barrio. Porque hasta que no sale el último varal hay más de uno al que parece que se le corta la respiración.

Cuando el paso está en la calle lo reciben los aplausos y alguna que otra lágrima por el trabajo bien hecho. Hay quien después de esto se tomará otra cerveza para digerir bien toda la emoción. Luego, por la noche, será otra historia. Otra hermosa historia.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios