PROTECCIÓN DE MENORES

Un hogar de colores

  • La Fundación Márgenes y Vínculos tiene ocho centros en Andalucía. Sólo en Sevilla en la última década han acogido a 387 menores desemparados

Cuando llegó al centro tenía seis meses, mordeduras de ratas en las manos, estaba muy sucia, carecía de tono muscular en sus piernas y su pelo era frágil y desgreñado. Hija de una mujer toxicómana y un recluso parecía una niña de la posguerra. A los 15 días ya era otra. Su expresión de miedo permanente se fue borrando de su cara y hoy está recuperada y sana.

El milagro lo relata Paqui Calero, psicóloga y subdirectora del centro de acogida inmediata Luis Toribio de Velasco, en Sevilla. Éste es un centro público, de la Junta de Andalucía, y gestionado por la Fundación Márgenes y Vínculos, una ONG nacida en el Campo de Gibraltar con el objetivo prioritario, pero no exclusivo, de la defensa de los derechos de la infancia. Actualmente tiene ocho centros en Andalucía.

Uno de ellos es el Luis Toribio de Velasco, que cumple ahora diez años de vida. Desde sus comienzos, está especializado en la acogida inmediata de niños de entre 0 y 12 años que han sido abandonados o han sufrido una situación de maltrato, desamparo o desprotección grave, lo que ha obligado a las autoridades a retirar a los padres su guarda. El caso de la pequeña antes referido resume cuál es la función del centro: acoger a los menores, cubrir sus necesidades materiales, facilitarles asistencia médica si es necesario, darles afecto y cariño, contribuir a su recuperación psicológica y prepararlos para el siguiente paso.

El bebé cuyo caso relataba Paqui Calero ya está preparado y se irá en acogimiento preadoptivo con una familia alternativa. Pero no es la única opción. También  está la vuelta con sus padres u otros familiares cuando es posible y el ingreso en otro centro residencial para menores.

Desde el 26 de agosto de 1998, año en que abrió sus puertas, el Toribio de Velasco ha atendido a 387 menores. Jorge Ruiz, psicólogo y director del centro, explica claramente qué distingue al centro de lo que antes se conocían como orfanatos: “Lo fundamental es que la intervención está personalizada; todo lo que hacemos gira en torno a las necesidades de cada niño en concreto, para cada uno trazamos un plan que vamos revisando y analizando”.

En el centro trabajan unas cuarenta personas, que están organizadas en tres áreas básicas: la atención directa y permanente a los niños, de lo que se encargan los educadores; el trabajo técnico y psicológico con los niños y la familia, responsabilidad de los psicólogos, trabajadores sociales y una pediatra; y el ámbito de la administración y el mantenimiento. “Aquí somos muy profesionales, pero también muy emocionales. Es decir, sabemos tomar distancia y analizar qué hay que lograr con cada niño, pero al hacer lo que debemos le ponemos mucho afecto, mucha emoción. Los niños se te cogen a las tripas. Hay muchos días que te vas a tu casa tocado. Esto es como una casa en la que cuidamos, queremos e intervenimos terapéuticamente”, comenta Ruiz. La formación y el reciclaje profesional del personal son claves.

Al entrar en el centro la sensación es de cariño, de comunicación, amabilidad y paciencia con los niños.  En el patio, un grupo de niños de entre tres y seis años juega. Otro ensaya, al son de la música que sale de un radio-cassette, los bailes de una futura celebración que les enseña una educadora. Cerca de ellos, tres niñas y dos niños un poco mayores se bañan y alborotan en una pequeña piscina bajo la mirada de otro educador. Todos, un poco más tarde, suben, cada uno a su hogar, para ducharse y prepararse para la cena.

Los ritmos cotidianos son muy parecidos en el hogar verde y en el hogar azul. En el primero viven los niños y niñas de entre 2 y 5 años y en el segundo los que tiene entre 6 y 12.  Hay que levantarse un poco antes de las siete. En el hogar azul todos se visten solos y casi todos hacen sus camas; en el verde hay que ayudarles, según la autonomía y la habilidad desarrollada por cada uno. Tras el desayuno, cada cual recoge su merienda para el recreo, y después salen a la calle para montarse en la furgoneta en la que el conductor y un educador les llevarán al colegio. A la vuelta es tiempo para comer. Los mayorcitos ayudarán a poner la mesa y a recogerla. Ellos luego tienen  un rato de tiempo libre o comienzan ya con los deberes y el apoyo escolar; y para los pequeños es el momento de echarse una siestecita. Luego viene, para los que la necesitan, el turno de  apoyo escolar con un educador y a las cinco de la tarde la merienda. Acabada ésta, es hora de recibir a la visita de la familia, de participar en algún taller, de jugar o de bañarse en la piscina. A las siete todos suben a su hogar para ducharse, cenar y dormir.

El apoyo escolar es necesario para casi todos. “Muy pocos van bien con su nivel escolar”, afirma Yolanda Álvarez, coordinadora de educadores. “Es lógico, porque todos vienen de una situación familiar desastrosa. Y eso provoca que algunos no hayan ido nunca antes al colegio. O que hayan cumplido 12 años sin saber leer ni escribir. Todos tienen lagunas importantes en su formación. De ahí que las clases de apoyo escolar sean tan necesarias”, agrega.

En el hogar de bebés, la rutina es un poco diferente, adecuada a su edad. Cada tres semanas las puericultoras, una psicóloga y la coordinadora hablan sobre cada niño, analizan cómo va su desarrollo y se trazan nuevos objetivos en lo que se llama programa educativo individualizado: que aprenda a sentarse, que logre a mantenerse  erguido, que repitan sonidos, que digan sus primeras palabras, o que consiga dar los primeros pasos.

Toda esta vida rutinaria, y los acontecimientos que se salen de ella, quedan reflejados en algo que se hace para todos los niños, sin distinguir las edades: un diario de vida. Es un cuaderno en el que las puericultoras, las educadoras o los propios niños van narrando su día a día desde que entran en el centro hasta que salen de él. Entre seis y nueve meses es el tiempo máximo de permanencia de cada niño en el centro. Con los bebés se intenta que ese periodo sea aún menor.

¿Sirve todo este esfuerzo para algo? Paqui Calero lo tiene muy claro: “No podemos generalizar. Hay niños muy dañados, que han sufrido mucho, sobre todo los que son víctimas de abusos sexuales; los que se recuperan más rápido son los que han sufrido maltrato físico”. La gran mayoría de los casos salen adelante.

Para reforzar este optimismo, Paqui narra la peripecia de dos hermanos sevillanos que ingresaron en el centro con doce años. Además de la problemática de su familia, los niños arrastraban la etiqueta de predelincuentes y los habían expulsado del instituto. “Uno de ellos descubrió que tenían una gran habilidad para los trabajos manuales, nosotros lo estimulamos en ese camino y el niño empezó a pintar ya a interesarse por la historia del arte. Ahora, ya con 16 años, hasta hace exposiciones y vende cuadros. Viven en otro centro, pero algunas veces aparece por aquí y se pone a hablar de Van Gogh o de Gauguin. El otro vino hace poco con su novia para saludarnos. Es una de las historia entrañables que nos animan a seguir”, concluye Paqui Calero.

Jorge Ruiz, el director, cierra el debate permanente que hay entre los profesionales sobre las bondades del acogimiento familiar frente a los centros de acogida: “Lo residencial tiene su función. Hace su trabajo en algunos casos”. El diario de vida de los hermanos sevillanos es la mejor prueba.

* Más información en www.fmyv.org y en el teléfono 956 628039.

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