Tribuna

Manuel bustos rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

El laberinto separatista

Si Cataluña se independiza, el hecho repercutirá inexcusablemente, a medio plazo, en otros territorios españoles y, tal vez, en otras partes de Europa

El laberinto separatista El laberinto separatista

El laberinto separatista / rosell

El tema catalán, más allá de la mezcla de hastío y rabia que produce, es sin duda de importancia capital, pues en él está en juego el futuro de España como nación. Y digo esto porque, de consumarse la separación, pondría fin a más seis siglos de convivencia, con sus lógicas tensiones, en una misma unidad política; pero también colocaría a nuestro país ante un horizonte de riesgo, incertidumbre y conflicto.

Hemos venido elogiando la Transición como el evento que permitió a los españoles acceder a la democracia de forma pacífica, a pesar de la crisis que provocara en su día el golpe del 23-F. Y no niego los aciertos. Sin embargo, la perspectiva que nos da el paso de los años los relativiza. El Estado democrático instaurado tras la muerte de Franco, sólo tardíamente ha logrado, previo pago de un alto peaje, conjurar el despiadado terrorismo etarra; pero no ha conseguido evitar que se reabriesen las viejas heridas de la Guerra Civil, ya prácticamente cerradas de antes, y, sobre todo, no ha logrado frenar una deriva que conduce directamente a la disolución de la nación española por mor del avance secesionista. De este último aspecto me voy a ocupar aquí.

Qué duda cabe que la situación de nuestro país hoy, con una independencia en avanzado proceso hacia su consumación al margen de la ley y de la Constitución, no es sólo el fruto de unos nacionalismos que se han ido exacerbando con el paso del tiempo, sino, en una parte muy similar, de la mezcla de torpeza, interés partidista y falta de visión política de casi todos los partidos desde los comienzos de la Transición hasta el día de hoy. Y tengo mis dudas de que se haya aprendido la lección, puesto que siguen aplicando invariablemente la misma medicina que les ha fallado.

Soy el primero en reconocer las dificultades y complejidades de gestionar la cosa pública, sobre todo en un país con las singularidades de España. Pero tanto por la derecha como por la izquierda y el centro, con sus pactos para lograr mayorías (aliándose las veces que pudieron con quien aspiraba a romper la patria común), han ido engordado a los nacionalistas con dinero, concesiones en ámbitos estratégicos fundamentales, renuncias a hacer valer en sus comunidades autónomas el poder del Estado, abandono de quienes defendían en ellas la españolidad de esos territorios y complejos sin número a la hora de apoyar lo común, lo que une a todos como nación. Así, progresivamente, al amparo de estos comportamientos, la idea de la secesión ha ido prosperando, hasta convertirse en un problema capital para el presente y el futuro patrio. Hoy, cualquier acción en su contra cuesta infinitamente más que hace apenas un par de décadas. Unamos a ello la espesa irracionalidad a que se ha llegado.

Y no nos quepa la menor duda: si Cataluña se independiza, el hecho repercutirá inexcusablemente, a medio plazo, en otros territorios españoles y, tal vez, en otras partes de Europa, teniendo en cuenta los procesos paralelos que allí se podrían activar. Si el Estado continúa haciendo alarde de su debilidad, si quienes tienen la responsabilidad específica, constitucional, de velar por la integridad de España no la hacen efectiva; si los partidos de izquierda siguen apostando por recetas utópicas al problema o apoyando por acción o inacción a las fuerzas centrífugas del país; si, en definitiva, no se sabe cómo salir del atolladero en que estamos metidos, los separatistas de todo sesgo y comunidad tomarán buena nota y seguirán el camino de sus homólogos catalanes. Tontos serían si no lo hiciesen.

De ahí lo dramático del momento, por mucho que se desee evadir o arropar con la mejora, real, de la situación económica, el poder disuasorio de los códigos de ley impresa, el rechazo europeo o el abandono del territorio de muchas empresas (otras, amigas del nuevo poder, las sustituirán sin duda). No basta ya con airear las corrupciones nacionalistas (devolverán la pelota culpando al Estado Español) o la mera suposición de que el asunto se disolverá por sí mismo como un azucarillo en agua. ¡Es un golpe de Estado, inútiles!

Los separatistas, a pesar de sus contradicciones internas, ya han demostrado que no están dispuestos a parar, que han conseguido darle proyección internacional a su caso, acobardar a las autoridades nacionales, aburrir con su problema al resto de los españoles (es decir, que pasen de él y cada vez les importe menos lo que ocurra), además de anular a sus conciudadanos no nacionalistas, obtener nuevas concesiones como premio, y, probablemente, penúltimo episodio, que lo del referéndum pueda ser contemplado como posibilidad por el propio Estado, eso sí, guardando las formas. Dura realidad, sí; pero es la que es.

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