Lugares de espera Lugares de espera

Lugares de espera

Cerca del monasterio de Yuste en plena serranía extremeña, al borde de una carretera secundaria y difícil de dar con él si no estamos sobre aviso, se encuentra un cementerio alemán donde reposan los restos de marinos y aviadores caídos en la Primera y en la Segunda Guerra Mundial sobre suelo español o sobre sus mares. No había nadie cuando lo visité. Sentado en un banco de aquel silencio, en primer plano filas de lápidas rigurosamente alineadas y al fondo un paisaje de montañas boscosas, medité durante largo rato. Ernst Jünger, que combatió en las dos guerras y sobrevivió a ellas, escribe en uno de sus Diarios sobre los antiguos camposantos, ya en desuso y casi siempre cerrados, que tienen como algo trascendente, "como una señal en un planeta extinto, destinada a brillar hasta muy lejos".

Siempre son atractivos los cementerios antiguos como lugares de paseo y reflexión, incluso alegres. Recuerdo algunos de Londres con sus viejas estelas cubiertas de musgo clavadas en el césped que hoy, en el centro de la ciudad, sirven de jardines y lugar de juego para los niños. Es asimismo fructífera la visita al pequeño cementerio parisino de Passy, frente al Trocadero; por algunos nombres que aparecen en las tumbas debe ser caro enterrarse allí. A la entrada, un monumental túmulo funerario sin fechas ni apellidos, sólo el nombre en letras de bronce de una mujer: Mercedes; nunca he podido averiguar el misterio de quién podría ser. Cierta vez, al pasar delante de la sepultura de un abuelo judío cuyos nietos pequeños habían colocado sobre la losa piedras decoradas ingenuamente por ellos mismos, cogí un guijarro del suelo y lo añadí a los otros de recuerdo y homenaje. Por fortuna, la necrópolis de Passy es poco conocida de los turistas, y sentimos que allí se duerme a la espera.

Mas hay otra necrópolis parisina que sólo he visitado una vez y no volveré a visitar: la enorme cripta bajo el Panteón, templo secularizado, donde el Estado francés, con gran pompa y ceremonia, conduce los restos de los grandes hombres de la cultura y de la República. Cuánta frialdad recorrer sus galerías: la tumba de Rousseau, desportillada y polvorienta; la de Víctor Hugo me dejó aún más frío, por mucho que el día de su entierro acudiese un millón de personas a despedirlo; la de Malraux, a quien Simon Leys califica de estafador y falsario; la de Voltaire; la del siniestro Marat, llamado "amigo del pueblo" bajo el Gran Terror de la Revolución. El presidente Mitterrand no quiso ser enterrado allí. Se hace difícil rezar: las ceremonias laicas depositan en la fosa cenizas y huesos para la nada.

Este mes de los difuntos ha sido muy peculiar, y hasta se han debatido en los periódicos opiniones contrapuestas sobre el sentido de los ritos mortuorios. No me refiero a Halloween, hablo de cosas serias. Desde el Vaticano llegaron para los católicos normas un tanto imperativas acerca de cómo tratar las cenizas de los muertos, al papa Francisco le preocupan con razón las nuevas costumbres entre muchos bautizados de esparcir las cenizas por doquier, a los pies de una estatua de torero, de la efigie de alguna tonadillera o de un venerable sauce llorón de cualquier parque; ídolos reverenciados de un paganismo en retorno. Sin duda que en muchos casos tales costumbres responden a un imaginario panteísta y a la cursilería new age, incompatibles del todo con el cristianismo; pero pienso que debe tenerse mucho cuidado a fin de no resucitar dentro de la Iglesia prohibiciones anacrónicas e imponer comportamientos que sólo sirven de munición a la militancia atea y provocan el rechazo del mundo intelectual y de la ciencia. A veces, los pontífices han cometido graves errores de desastrosos efectos, el propio Bergoglio así lo reconocía hace poco refiriéndose a Lutero; o piénsese, si no, en la encíclica de Pablo VI de 1968 condenando el uso de la píldora anticonceptiva y provocando con ello la desbandada de matrimonios creyentes que habían cumplido con el mandato de "poblar la tierra" y no podían permitirse tener más hijos. Hoy, muchos católicos sinceros depositan con piedad y respeto las cenizas de sus seres queridos fuera de "lugar sagrado". Para qué inquietarlos. Lamentaré si algún clérigo me llama hereje, pues tengo dicho a mis hijos que cuando llegue la hora entierren mis cenizas al pie de cierta encina centenaria junto a la casa del campo. Espero que cumplan este pequeño deber filial, igual que yo pongo mi esperanza en la resurrección del último día.

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