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salvador moreno peralta

Arquitecto

Empacho de iconos

Es difícil sustraerse del poder hipnótico de la sinrazón cuando está envuelta en el celofán de la espectacularidad. En un combate entre la razón y el espectáculo, éste gana por KO

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Empacho de iconos

El aforismo de MacLuhan, "el medio es el mensaje", era, a fin de cuentas, una aguda intuición del poder de la imagen en la sociedad del espectáculo que se veía venir, pero, a la postre, resultó ser una maldición. La imagen, despojada de su vieja y noble condición de símbolo, acabó siendo el mayor catalizador de banalidades que vieron los siglos. Lo simbólico tenía todavía una cierta grandeza ritual y mítica, representación aventajada de lo inefable, es decir, de aquello que no podía explicarse con palabras. Pero alguien, tal vez avizorando un negocio, sentenció aquello de que "una imagen vale más que mil palabras" cuestionando varios siglos de literatura en los que unas pocas palabras bien hilvanadas podían valer más que mil imágenes. Pero ya era tarde: la sociedad no encontró otra razón para sobrevivir -según un statu quo desequilibrado pero eficaz- que basarse en el motor del consumo; a su vez el consumo requería del reclamo de la publicidad; publicidad que sólo podría funcionar mediante fogonazos de espectáculo; el espectáculo era, antes que nada, imagen y, tras la imagen venía la ganancia obtenida mediante el... consumo, cerrando así el ciclo de la lógica capitalista que es, se pongan como se pongan los antisistema, la atmósfera que respiramos, ellos incluidos.

Nada podríamos decir contra el acrisolado prestigio de las imágenes, porque pondríamos en tela de juicio nada menos que toda la historia de las artes plásticas, desde Altamira y Lascaux hasta el pop art, pasando por todos los ismos culturales, la fotografía, el cine y cualquier instalación inclasificable con que hoy nos sorprenda la fabulosa industria de la cultura. Pero es que, simplificadas las imágenes en un chispazo semántico, éstas se convirtieron en logotipos, señas de identidad corporativas, branding, anuncios, código de señales, emoticonos y toda una serie de signos cuya principal característica habría de ser su absoluta claridad interpretativa y en la que toda ambigüedad estuviera proscrita. El principal atributo de la imagen es llamar la atención, por encima de cualquier otra consideración moral que pudiera encerrar el concepto de "llamar la atención". El choque visual y emotivo de la imagen simplificada elude los escrúpulos morales, abotarga la capacidad crítica del receptor y se legitima por su propia espectacularidad. Quizás todavía nos quede a la mayoría de las personas un rechazo visceral a ver algunos de los espeluznantes vídeos que ISIS cuelga en Youtube, a pesar de la innegable atracción del horror. Pero sin llegar a esas aberraciones, es difícil sustraerse del poder hipnótico de la sinrazón cuando está envuelta en el celofán de la espectacularidad, porque en un combate mediático entre la razón y el espectáculo, este último gana por KO en el primer asalto, sin que valgan explicaciones ulteriores una vez recobrado el conocimiento.

Siendo un fanático de las artes visuales, pues nuestra generación ha nacido y navega por ellas, estoy empezando a pensar que esta cultura icónica está esencialmente basada en el hecho de que unos cabezas de huevo compinchados con "creativos" formados en la escuela filosófica de Wikipedia nos metan morralla de matute en provecho propio, confiados en la hipnótica ofuscación que las imágenes pueden producir en una ciudadanía amodorrada y claudicante. La sin par revista satírica La Codorniz tenía una memorable y lúcida sección fija titulada Donde no hay publicidad, resplandece la verdad, y eso lo escribían antes de que hoy nos vendieran burras en anuncios publicitarios con una caligrafía pulcra, mórbida y voluptuosa; mucho antes, por ejemplo, de que cualquier alcalde se dejara estafar por arquitectos sin escrúpulos que le vendieran un "icono" con el que "situar su municipio en el mapa", ya fuera una ciudad o un villorrio. Una España que, en su última andadura, ha resultado más tecnificada que culta, ha comprado a los trileros de la globalización la idea de que, sin un icono en su disparatado escaparate, las ciudades no están en el mercado competitivo de producciones y consumos. Y así vamos. Quizás no tengamos para pagar ni la sanidad ni las escuelas, pero que ninguna ciudad se quede sin su publicitaria imagen, sin su condensado icono. Pero como la condición esencial de un icono es que sea singular, me temo qu la proliferación de múltiples iconitos varios va a llenar nuestra geografía carpetovetónica de una adocenada multitud de iconos de la Bernarda, mediáticamente estériles en su propia hipertrofia.

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