Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

La vida pixelada

¿Por qué mostramos fotos con los rostros hechos un puré? ¿Queremos dar fe de la existencia de 'nadie'?

Qué hay detrás de un rostro pixelado en una foto o en un plano de televisión? Hipocresía. Un paño caliente que acabará enfriándose y apestando a húmedo y rancio. En nombre de la privacidad, del decoro y del buen gusto se difunden estampas de seres con las facciones borradas y lo que se consigue es presentarlos como alienígenas o, peor aún, como víctimas de una enfermedad facial desconocida que les ha estragado la jeta para siempre. Resulta menos incómodo contemplar al Hombre Elefante que a estos individuos despojados de sus rasgos propios, de lo que les confiere unicidad. Porque, ¿qué son en esas fotos?

¿Qué transmitimos los medios de comunicación publicando y emitiendo la imagen de personas sin cara? ¿Es la demostración de que no mentimos, de que no caemos en eso que está ahora tan en boca de tantos y que es tan viejo: el embuste, las noticias falsas? ¿Es la constatación gráfica -aunque no se pueda ver a nadie- de que esas personas existen y que son merecedoras de aparecer en un periódico y en los informativos de televisión con sus caretos convertidos en un puré de píxeles? Se ve a celebridades de la farándula con sus hijos sin destetar en brazos y es como si llevaran a dos enanos descarnados que parecen adoptados de la verbena freak de Tod Browning. Quieren o no quieren enseñar a sus hijos, y mientras solventan la duda o hacen números para ver cuánto le pueden sacar a la exclusiva sacan a pasear engendros. ¿Para qué se hacen la foto? Y lo más delirante y ridículo: ¿para qué la publicamos? Es lo mismo con los presuntos de lo que sea: el grupo de tíos con las camisetas blancas y el pañuelo rojo al cuello posa a la cámara en una pausa tranquila de la juerga, después se tiene noticia de los hechos por los que son detenidos y juzgados, y mientras no hay sentencia esa instantánea florece en los medios con las caras hechas un garrapato, para que no se les reconozca, no vaya a ser que acaben absueltos. Y entonces... ¿Entonces para qué mostramos antes a esos amorfos? ¿Es como damos fe de su existencia? O los sacamos que se les vea hasta el lobanillo más microscópico o de lo contrario estamos certificando el fracaso de la palabra, su derrota. El relato ya no tiene crédito. Vale mil veces más una imagen, aunque sea pixelada y no se vea nada. Porque no se ve absolutamente nada.

Es un morbo edulcorado para los que no soportan la realidad, sí, tan amarga. Y mientras la diabetes informativa se expande como la gangrena y al final se impone la amputación. La censura.

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