EL Consejo de Ministros tiene previsto aprobar hoy un proyecto de ley de transparencia que trata de acabar con la larga tradición de secretismo y opacidad de la Administración española. Se acabaría también una anomalía: casi todas las naciones de nuestro entorno tienen en vigor legislaciones de este tipo, que constituyen un reforzamiento del papel de los ciudadanos y una mejora de la calidad del sistema democrático. Por lo que se conoce de los borradores que viene manejando la responsable del tema, que es la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, la ley permitirá a los españoles acceder con facilidad a todos los contratos de la Administración General del Estado -la idea es extender esta práctica a las comunidades autónomas y los ayuntamientos-, cualquiera que sea su cuantía, con especificación del importe, el procedimiento y el adjudicatario, así como conocer todas las subvenciones y ayudas que se otorguen y las retribuciones de los cargos públicos y directivos de las empresas públicas. Un segundo elemento de la futura ley, que tardará meses en aprobarse, regulará el derecho a la información por iniciativa de los ciudadanos, que deberán recibir respuestas concretas de cualquier institución a la petición de datos que se le haga en relación con el uso del dinero público. Finalmente, se pretende establecer, modificando el Código Penal, sanciones a los malos gestores de las cuentas públicas, que es el aspecto más delicado y vago de la ley que se prepara, ya que habría que delimitar qué tipo de actuaciones de los gestores públicos merecen ser castigadas y no lo están ya dentro de los tipos conocidos de malversación, prevaricación y otros. Las Cortes habrán de debatir con rigor y profundidad el contenido de la ley de transparencia que ya aparece, no obstante, como la posibilidad de un avance considerable de los usos democráticos. Quienes gobiernan no deben tener secretos públicos para los gobernados, con la lógica excepción de los que afectan a la seguridad nacional y la Defensa.

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