Relatos de Verano

El último viaje

Carmen Camacho (Alcaudete, 1976) es poeta, escritora y periodista. 'Zona Franca' (Cuadernos del Vigía) es su último libro

Juro que al verla -radiante, linda, parada en el umbral-, creí que ya me había muerto. O que estaba a punto, y el delirio de muerte me regalaba contemplar por última vez a la que fue la mujer de mi vida. Reconocí su voz, "Ernesto, buenas tardes", como si no hiciera más de treinta años que no la escucho. Reconocería sus rodillas -redondas, blancas, eucarísticas- entre todas las rodillas de entre todas las mujeres. Era Teresa, Teresita. Por fin había vuelto. Aquí estaba, conmigo, nítida, absurdamente joven, en su mejor versión. Lo confieso, sentí miedo. Me palpé la mascarilla de oxígeno, seguía en su sitio. Cruzó la habitación con su natural desparpajo hasta llegar a mi cama y besarme la frente, dejándome entre las arrugas su pequeña mancha de carmín. "Buenas tardes", repitió, saludando a Consuelo. Mi esposa le devolvió impávida el saludo; supongo que no la reconoció, la habría olvidado por completo, ¿o quizás era yo el único que podía verla? Me tomó de la mano, "¿Cómo estás?", preguntó como si nada, vivaz como siempre, aunque encontré en su cara un esbozo de timidez, no sé, un gesto mío. De pronto lo entendí. No era Teresa. Tenía las manos largas como ella, pero heladas como las mías. Yo no lo sabía, Teresa nunca me lo dijo. Quizá por eso se fue. Hoy, poco antes de mi muerte, he visto, por primera vez en la vida, a mi única hija. Es la viva estampa de su madre. Me ha traído la carpeta con las cartas.

"Fui al mercado de Lorica con una chica que se llama Irina pero debiera llamarse Caribe. El mercado está a la orilla del Sinú, y pescan ahí mismo bocachicos y los cocinan al momento. Yo lo comí en sancocho, y…". Así arranca uno de los mails que me mandó Teresa hace casi cuarenta años. Cuando la conocí, en 2012, ella acababa de regresar de México; yo, de una reunión en la Academia. "Viajo a menudo: soy periodista", dijo. "Yo no salgo de casa: soy filósofo", repliqué. "El doctor Immanuel Kant, supongo", bromeó, extendiendo la derecha; "Para servirle, Doña Carmen de Burgos", respondí divertido, estrechando su mano entre las mías. Supe de repente que la amaba.

No sé a quién enredó la loca de Teresa para conseguir mi dirección, el caso es que al día siguiente me escribió desde París con una excusa peregrina. Al segundo correo ya me estaba llevando consigo de la mano, palabras a través, por las calles de Cartagena de Indias, Teherán, Cádiz, San Petersburgo… "Te mando un beso de mango", me decía, la muy. Un día decía "dátiles, ciudad blanca, wilaya, Faruk", y al siguiente, "Pichincha, chanca, Guápulo, Illimati, Viru Viru, cuy". Fuera, crecía el mundo; dentro, el amor. "Ernesto querido", escribía al principio, "gracias por responder", o "la charla ha sido en un antiguo convento franciscano. Un sagrado corazón me estuvo ardiendo toda la mañana en la vidriera"… Cientos de cartas y de ciudades después me decía: "Vida mía, buenos días desde África. Lo primero que hago es escribirte", "inúndame, y no sólo el correo, sino toda", "ya verás cuando me bañe desnuda y contigo en las olas", "mañana te estaré comiendo el corazón". Yo le respondía: "Mi Carmencita de Burgos", "hay un horizonte infinito delante de nosotros", o "soñaras peregrina con cielos incendiados/ por las calles nunca vistas de la ciudad antigua/ que te recibe alegre…". Sí, son versos alejandrinos.

Las camas. Me sé de memoria todas las camas donde nos hicimos el amor por teléfono. Las describía con fruición. "Me temo que en esta se quedó Orellana la primera noche de la conquista"; "El querubín labrado en el cabecero me mira con atención"; "Pienso en todas las crónicas que te he hecho de mis viajes, las que empezaron en París y continúan esta mañana, donde describo colchas, colchones, almohadas…". Y la lluvia, siempre la lluvia. Ahora que nos releo me doy cuenta de cuánto ha llovido en nuestras cartas: a cántaros, sirimiris, froallos, garúas. Una mañana, mientras paseábamos por la Acrópolis, nevó.

Entre viaje y viaje, el verbo se hacía carne. Cómo olvidar ni un solo segundo de los que pasamos juntos, devorándonos con uñas y dientes, huyendo del mundo en mi estudio. "¿Ves? Aún no te has alejado y ya te he escrito una carta", decía un correo que le envié desde el salón a nuestra cama.

Pocos supieron de aquel gran amor entre dos torpes que se adoraron y se hicieron tanto daño. "A quién puede importarle que tú seas para mí/ Honolulú, Madagascar y México,/ la historia que, dando tumbos/ he recorrido a lo largo y a lo ancho", escribió Izet Sarajliæ. Dejé de viajar el día que Teresa dejó de escribirme. Desapareció. No la busqué. "Volverá -pensé-, siempre aparece y me pone la vida bocarriba". En un rapto de ira, borré todos nuestros correos. Arrepentido, le escribí para pedírselos. No hallé respuesta, hasta hoy, treinta y tantos años después. Me los trae impresos nuestra hija. Le he preguntado su nombre: Ernestina.

Ernestina es como su madre, sus ojos alegres no disimulan la tristeza. No me ha hecho falta preguntarle, he visto en su mirada que Teresa se ha ido para siempre. Llega la hora del último viaje. Ya tengo conmigo sus palabras, y llueve: estoy preparado. Mañana estaré con ella en el Paraíso. O en el Infierno, o donde vaya. Tengo mucho miedo de no volvérmela a encontrar.

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