Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

El rostro machacado

NO le acompañó la fortuna al coqueto primer ministro italiano, Silvio Berluconi, la tarde en que un desequilibrado le partió la cara con una réplica maciza del duomo de Milán. Todo se conjuró en contra suya. El ímpetu creciente que empleó en el mitin contra los detractores que le llamaban payaso; la furia del chiflado que arremetió contra él; el atardecer que confundía el negro de los abrigos con el borde tembloroso de las siluetas; el desliz de los guardianes que formaban parte de los dos anillos de protección y que fueron incapaces de parar al loco y, lo que sería a la postre más catastrófico para su imagen de tenorio otoñal, que no hubiera un sola foto nítida de la agresión que conformara a los directores de los periódicos y que las agencias de prensa, para cubrir el vacío, tuvieran que recurrir a una pormenorizada revisión de las grabaciones televisivas en busca de un fotograma que reflejara por aproximación la foto que no existía.

Por esa razón, y a lo largo de varias horas, las agencias gráficas fueron distribuyendo a los medios de todo el mundo unas imágenes pavorosas, de consistencia ectoplasmática, en las que el rostro de Berlusconi, como si fuera el espectro de una sesión espiritista, se transformaba en una careta plana rayada por extraños colores o en una superficie salpicadas de cráteres, hematomas y muecas. En su afán por reproducir fielmente las brutales lesiones, el rostro del primer ministro cambiaba del amarillo amianto al ocre y luego a una infinita variedad de rojos -cobrizo sucio, púrpura atenuado, rojizo, coralino, rosado, sangriento y tinto- con siniestras decoloraciones verdosas. A veces los tonos de las fotos del primer ministro imitaban las gamas de colores de las viñetas de ciencia ficción de Moebius. Esa inevitable insistencia en busca de la imagen perfecta llenó los ordenadores de una muestrario parecido a las series de rostros repetidos de Andy Warholl, sólo que con colores estriados y bordes escabrosos.

A final de la noche, las imágenes tenían consistencia propia, ya no eran las fotos de un rostro familiar salvajemente agredido por un venático, sino una especie de orografía saturnal con extraños dibujos ante los cuales, como en la psicología de la gelstat, cada espectador podía ir extrayendo un trasfondo significativo distinto y personal. Me consta que millones de personas hicimos este ejercicio ante el rostro distorsionado de Berlusconi, y que extrañas sugerencias y asociaciones, extraídas de la corriente residual de la conciencia, iban aflorando para nuestro deleite y para nuestra vergüenza.

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