Dos provocaciones (I)

El criterio del respeto al otro se concilia a duras penas con la transgresión provocadora

De los siete mil millones de personas que habitan este mundo, aproximadamente la mitad profesan las dos religiones mayoritarias: el cristianismo y el islam. Habría que considerar con cautela estos datos, ante el proceso de secularización de las últimas décadas, con el consiguiente distanciamiento de la religión que se produce en buena parte de Europa y América. Este fenómeno, unido al desarrollo de una libertad democrática de expresión cuyos límites no están definidos con precisión, posibilita comportamientos irrespetuosos hacia las creencias religiosas. En el recuerdo de todos permanecen los atentados terroristas de que fue objeto el semanario Charlie Hebdo en París por publicar unas irreverentes caricaturas de Mahoma.

Esta trágica reacción es hoy impensable en el mundo católico, que ya no se vale de la Inquisición para imponer la ortodoxia, aunque el Tribunal español perduró desde los Reyes Católicos hasta bien entrado el siglo XIX. Sin embargo, la jerarquía y la parte más conservadora de los fieles continúan considerando intolerable la utilización de símbolos y personajes sagrados en clave de parodia. Que es lo que acaba de suceder en las Fiestas del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria y precisamente en uno de sus momentos culminantes. Pocos han dejado de ver el número en que una drag queen caracterizada de Virgen María, con un coro de nazarenos, evoluciona al compás de la música y aparece después como un Cristo que es alzado en su cruz.

No es de extrañar que el espectáculo que, por cierto, resultó vencedor de la Gala Drag Queen, haya herido la sensibilidad de los católicos, que ven cómo la Pasión se presenta formando parte de un espectáculo frívolo, de una forma radicalmente opuesta a la seria y dolorosa tradición milenaria. Pero juzgar estos hechos polémicos presenta la dificultad de que estamos ante criterios a duras penas conciliables: por una parte, el respeto al otro, que debería ser norma de comportamiento; y por otra, la transgresión provocadora que, si se mantiene en los límites que señalan las leyes, hay que tolerar en aras de la libertad de expresión. Podríamos plantearnos que lo que unos consideramos sagrado no lo es para otros y que existen ámbitos -el del humor, la sátira, también en la literatura y el teatro- que permiten interpretar la sociedad de forma más ligera, iconoclasta, deformando sus rasgos, para criticarla o caricaturizarla.

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