En la semana que hoy termina hemos asistido a un incremento de la tensión alrededor del delirio nacionalista planteado desde la Generalitat. A la contundente respuesta lanzada por el Estado ante el desafío secesionistas, los independentistas han reaccionado incrementando la presión sobre quienes no piensan como ellos. Fomentan su discurso de expulsión de la vida social -muerte civil- de quienes consideran traidores o disidentes. El escrache, el insulto y la difamación se han convertido en elementos válidos contra personajes públicos como Juan Marsé o privados como los padres de Albert Rivera; contra las fuerzas de seguridad del Estado y contra jueces y ciudadanos de a pie.

En Madrid, al cierre de filas planteado por el PP, C's y el PSOE han reaccionado el resto de grupos independentistas con cara de asombro, exclamación y pretendida inocencia. Mientras, Podemos ha visto en esta situación una magnífica oportunidad para revitalizar su decaído discurso. Que independentistas bufonescos como Gabriel Rufián tiren de frases de Jon Idígoras no debe sorprender a nadie, pero que Pablo Iglesias, autoproclamado líder y caudillo de la España refundada, hable de los presos políticos del Estado español sería una broma si no fuera tan grave. Él, que huye como un reptil de las condenas a los encarcelamientos en Cuba o Venezuela, se permite poner en duda la actuación de la Justicia española sólo porque quiere obtener réditos políticos. Es triste, y más aún lo es porque no es ni una postura propia, sino que le viene impuesta por sus socios catalanes, con Ada Colau a la cabeza, que le amenazan con dejar vacías las siglas del partido morado en Cataluña.

Pablo Iglesias se permite hablar de presos políticos para avalar a quienes han desafiado al mismo Estado de Derecho que ampara sus excesos verbales. Habla de presos políticos de la operación Anubis con el mismo desparpajo con el que elude defender a ese Juan Marsé que ve sus obras mancilladas en las librerías; a los padres de Albert Rivera que ven su negocio atacado; a los guardias civiles que tienen que esconderse por hacer su trabajo; a los policías locales que son insultados en los pueblos de la idílica república del futuro; a los alcaldes y concejales que son señalados públicamente o a los jueces sitiados por estudiantes pastoreados en Barcelona.

Lo que está ocurriendo en Cataluña es lamentable; supone la mayor amenaza y desafío jamás lanzada contra la democracia española. Y lo que es más penoso es que un partido como Podemos esté aprovechando todo este lío para medrar, para romper el marco democrático y de convivencia que con sus múltiples fallos nos ha permitido llegar hasta donde estamos. Y romperlo para imponer el suyo. Uno basado en la persecución de los disidentes dentro del partido, en la difamación de los periodistas que no opinan como ellos creen y en la imposición de las opiniones por encima de las razones.

La semana va a ser, sin lugar a dudas, dura, tensa y plena de desafíos. Frente a ellos, cabe confiar en el estado de derecho y en la convicción de quienes defienden la democracia. Lamentablemente, de ahí ha excluido Pablo Iglesias a Podemos en esa estrategia tan suya de mezclar el culo con las témporas.

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