Hoy, en el domingo español más sombrío de las últimas décadas, uno podría escribir con las entrañas y hacer un llamamiento encendido en defensa de la unidad de la patria. Si me ganara la indignación, sería fácil para mí enumerar la serie continuada de agravios, éstos sí ciertos, que el resto de España ha recibido de Cataluña: el desprecio con el que nos mira, la soberbia con la que nos escupe su presunta superioridad, el hambre ajena -Andalucía lo sabe- con la que ha construido su tan cacareada prosperidad. Ese discurso pasional, por fundado y veraz, no me supondría ninguna dificultad.

También podría, jugando a jurista informado, especular sobre las armas de las que goza el Estado de Derecho: aplicar el artículo 155 de la Constitución, descabezar el Govern, cerrar el Parlament e inaugurar un tiempo confuso de estabilidad ficticia.

Cabría, al cabo, que me detuviera en los errores de nuestros gobernantes -los hubo a cientos- que, instalados en la miopía del cortoplacismo, llevan años amamantando al monstruo. Hemos cedido tanto, y con tanta idiocia, que no nos ha de sorprender el entusiasmo y la certeza con las que, en el instante final del desafío, ellos calculan nuestra acostumbrada inacción.

Sin embargo, nada de esto me parece ahora lo esencial. Los hechos son tozudos: con razón o sin ella, alunados o sensatos, millones de catalanes saldrán en esta jornada a la calle como prueba manifiesta de un fracaso colectivo. La España invertebrada sigue estándolo. La democracia tampoco ha sido capaz de revertir esa tendencia nuestra tan centrífuga y suicida. Y ante eso, es principalmente tristeza lo que siento. Lejos de afrontar en común los nuevos retos, seguimos anclados en discursos decimonónicos tan estériles como rancios, tan peligrosos como absurdos.

La pregunta que tendríamos que hacernos es cómo desintoxicar a tantos del veneno inoculado por tan larga, consentida, paciente y perversa mordedura. Ya no se trata de vencer, sino de convencer. ¿En realidad está en nuestra mano el hacerles recuperar la cordura? Para ello, ¿adelantan algo leyes, condenas y cárdeles? A mi juicio, no.

Porque la paz formal, sin duda imponible, se queda en la epidermis del problema, lo disciplina pero no lo resuelve, nada descarto como imposible. Llegan días penosos en los que acaso sólo virtudes tan raras en nuestros líderes como el talento, la altura de miras o la mesura nos otorguen una mínima y postrera luz de esperanza.

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