La tribuna

Luis Gómez Jacinto

La pasión del miedo

LA víspera de Halloween, el 30 de octubre de 1938, la adaptación radiofónica de Orson Welles del clásico de ciencia ficción La guerra de los mundos provocó el pánico de una audiencia que creyó firmemente que los marcianos estaban invadiendo la tierra. La histeria colectiva se desencadenó durante una emisión radiofónica que muchos dieron como cierta y que se cita a menudo como ejemplo de la poderosa influencia de los medios de comunicación de masas. Seguramente que hay factores históricos para explicar una reacción tan extrema, pero un evento como éste refleja sobre todo la afición de los seres humanos a creer en cosas que son manifiestamente falsas.

La avidez por la ficción es algo que define al ser humano desde que aprende a hablar. Apenas si articulan las primeras palabras cuando los niños de las más diversas culturas se dejan arrastrar por las maléficas fantasías de los cuentos de hadas. Poco importa que en ellos se narren las más aterradoras e increíbles historias; cuanto más lo son más entusiasman a los pequeños. Y a los mayores. Nada como la voz trémula del anciano al calor del fuego; como el relato de las cosas terribles que le han pasado, difíciles de creer pero que espeluznan el vello de los más incrédulos. Algo más allá de toda lógica nos recorre la espalda como un escalofrío y es inevitable mirar hacia atrás, deseando que sólo haya oscuridad, y ella misma nos llena de miedo. Decía Lovecraft que el miedo es la más antigua emoción de la humanidad y la clase más poderosa de miedo es el temor a lo desconocido.

El miedo a lo desconocido y la cercanía de la fiesta de las brujas en la que transcurrió la emisión radiofónica de Orson Welles fueron un perfecto marco sociocultural para entregarse a la creencia de la invasión marciana. Al fin y al cabo, según la tradición anglosajona, en esa noche los espíritus escapan de los cementerios e invaden el mundo de los vivos para arrebatarles el cuerpo y poder resucitar. Éstos deben decorar sus casas con calaveras, huesos y cosas desagradables para que los muertos, asustados, pasen de largo. La cristianización de la tradición celta de Halloween, el Día de Difuntos, tiene también como objetivo el que las almas de los muertos pasen de largo del mundo de los vivos e ingresen en el reino de los cielos.

Desde los tiempos más remotos y desde los lugares más recónditos nos llegan ejemplos de la capacidad humana para tener creencias sobrenaturales opuestas al conocimiento científico que tenemos del mundo. La habilidad para generar respuestas emocionales ante las fantasías y la posesión del lenguaje, que nos permite la transmisión de las emociones en forma narrativa, son claves para el desarrollo de esta paradójica tendencia universal. Quizás el mejor ejemplo de esta paradoja nos la proporciona el país con mayor desarrollo científico y tecnológico del mundo. En Estados Unidos cerca del 90 por ciento de la población cree en la vida después de la muerte. Para ellos, como para las personas de una gran variedad de culturas, la muerte es sólo una transición que desliga el yo espiritual del cuerpo.

En España, según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, la mayoría de las personas creen con más o menos seguridad en el cielo, el infierno, los ángeles, el diablo, el purgatorio y las apariciones. Sólo un escaso 37 por ciento de los españoles descarta la vida después de la muerte. A pesar de ello, seguro que algunos de estos incrédulos forman parte de los más de cuatro millones de espectadores que se han dejado inquietar por El orfanato, la película más taquillera del año que termina, con una recaudación superior a los 23 millones de euros; superando a producciones norteamericanas como Piratas del Caribe. La película protagonizada por Belén Rueda se sitúa en segundo lugar en el ranking de las producciones españolas más exitosas, por detrás de Los otros, curiosamente, otra película de fantasmas protagonizada también por una mujer, unos niños y una casa decimonónica.

Parece que esta mezcla nos produce un terrorífico y paradójico deleite. Las ficciones que en estas películas se muestran sabemos que no son reales, pero llegan a perturbar nuestro estado emocional como si lo fueran. Nos llena de perplejidad comprobar cómo puede aterrarnos lo que sabemos que no existe. Pero, al menos durante las dos horas que dura la proyección, nos dejamos llevar, o, como diría John Aikin, nos demoramos en los objetos de puro terror, y nuestros sentimientos morales no se ven afectados en lo más mínimo y ninguna pasión parece excitarse salvo la depresiva pasión del miedo.

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