SI usted ha leído El Señor de los Anillos o ha visto su deslumbrante adaptación cinematográfica, recordará, incluso con estremecimiento, la omnipresencia que, en el transcurso de la aventura narrada por Tolkien, tiene el colosal ojo de Sauron, esa atalaya del mal que todo lo observa, al que no se le escapa nada de ninguno de los seres atrapados en su mirada perpetua.

Esta semana ha sido noticia la ciudad china de Shenzhen, una gran urbe rica y moderna, no precisamente por sus logros, sino porque probablemente es el lugar más vigilado del mundo. Son 220.000 cámaras -sí, no me he equivocado en la cifra- las encargadas de visualizar todo movimiento y, lo que es peor, de suministrar información inmediata de los 12 millones de ciudadanos enjaulados en sus objetivos. Las imágenes captadas, que permiten reconocer e identificar a cualquiera de los habitantes mediante un programa informático que estudia las facciones del rostro, son enviadas permanentemente a una base central. Allí, a su vez, conectando lo recibido con los chips que las autoridades están incorporando en los carnés de identidad de uso obligatorio, al momento se accede a datos del enfocado como su nombre, su raza, la edad, el estado civil, el número de hijos, los antecedentes penales, su expediente laboral, su dirección, su teléfono y hasta el detalle de cuántas multas tiene impagadas. Si además se repara en que nos estamos refiriendo a una dictadura, ya me dirán qué no podrá controlar impunemente este prodigio de la tecnología frente al que conceptos como el de libertad, intimidad o disidencia acabarán convirtiéndose en pura entelequia.

El ejemplo chino, desde luego extremo, no es por desgracia excepcional. En nuestras sociedades, dicen que respetuosas y abiertas, también empiezan a proliferar -en España, 3.500 sistemas en 2007, algunos con 3.000 cámaras instaladas- artilugios parecidos. En las calles, en los colegios, en los bancos, en el tren, en el Metro, en las urbanizaciones, en las carreterasý Los emplazamientos son innumerables y la justificación siempre la misma: conviene, por nuestra seguridad, que nos vayamos olvidando del anonimato, que cedamos gustosamente ante la fiebre de la hipertransparencia.

Y a uno que no termina de entender la lógica de tener que verlo todo para ver algo y que conoce la pésima regulación legal de unos métodos que arriesgan garantías tan delicadas, le aterra el Gran Hermano que llega, el panóptico de Bentham, ese implacable "ojo de Sauron", agazapado, indiscreto, inconmovible y delator que pronto, casi mañana, con la colaboración inexplicable de nuestra estúpida docilidad, nos ofrecerá su "perfecta" protección a cambio de mantenernos eternamente espiados, indefensos, desnudos.

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