Una prueba más de hasta qué punto hemos abdicado los padres en la educación de nuestros hijos -que todos tenemos nuestra parte de culpa- puede comprobarse con facilidad paseando por la calle o escuchando conversaciones en terrazas durante los fines de semana. "Anda Mari, dale el móvil al niño que no hay quien lo aguante y así estamos tranquilos". Quien niegue haber oído esta afirmación o, incluso, haberla realizado se hace trampas al solitario. Aceptemos la realidad, para muchos es más fácil darle a la prole la maquinita que jugar con ellos una partida de un juego de mesa y pegarle unas pataditas al balón. Para otros es posible que hasta ver a sus vástagos con un smartphone de última generación pueda ser una señal de distinción, de estatus social, de poder mirar por encima del ojo al vecino de enfrente. Para los más se trata simplemente de conseguir que los pequeños no den la tabarra después de una semana de curro abrasador. Es así de sencillo.

Vivimos en una sociedad que se ha acostumbrado a lo cómodo. A buscar en la tecnología la solución a las inconveniencias diarias. A encontrar en el mundo virtual supuestas pandillas enormes de amigos a los que nunca ves o con los que nunca has estado pero con los que te llevas de maravilla. Todo sea por no arriesgar nada. Todo sea por la comodidad.

En esta sociedad líquida, en la que uno ve grupos de niños en la calle que en vez e pasear y charlar se dedican a chatear entre sí, la Policía ha venido a dar la señal de alarma esta semana. Regalar un teléfono a un menor que hace la comunión es un error mayúsculo. Es contribuir a que se ponga a tiro de toda esa panda de hijos de padre desconocido que se dedican a acosar, agobiar y extorsionar la inocencia infantil. Poner en manos de quien tiene ocho o nueve años una tecnología de semejante calado es asomarlo al abismo que existe en la red. Puede sonar exagerado y habrá muchos que piensen que quien esto escribe y esto afirma es víctima de la paranoia. Lamentablemente no es así, y no son pocos los casos de niños que sufren un infierno a partir de las teclas de su teléfono inteligente. Un infierno por unas fotos que no debieron hacerse, por unos mensajes que no debieron mandarse o unos amigos que no debieron tenerse. Se convierte en víctimas a pequeños cuyo único delito es tener unos padres irresponsables.

Después de delegar en los profesores la educación de los niños, la sociedad ha cedido a la tecnología su diversión. Todo sea porque a unos se supone que se les paga por educar y con lo otro se evita molestar. Todo está confundido. El maestro está para enseñar y el padre para educar. El móvil está para comunicar y el padre para jugar. La delegación de responsabilidades que practica la sociedad contribuye a convertirla cada vez más en una selva de incomunicación y abandono de las obligaciones. Y luego vienen los problemas, los bajones académicos, la incapacidad para establecer una relación social, el acoso, el chantaje y cosas peores. Y entonces hay golpes de pecho y lágrimas de cocodrilo. Y entonces es cuando uno se culpa del momento en el que le dijo a Mari que le diera el móvil al niño.

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