Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

La mirada del guarro

Desde niñas, las mujeres aprenden a desviar al suelo la mirada a la vuelta del colegio

Doy vueltas a un gancho con que enjaretar la pieza. Va sobre el abuso de intensidad variable y de macho con el que conviven las mujeres desde la infancia. Esa lascivia de acera o tranvía que acaba dotando a las niñas de mecanismos de defensa y prevención, empezando por el de bajar la mirada una y otra vez de vuelta del colegio. Comenzaría, me dije, con lo que me contó una familiar apenas mayor de edad, cuando, paternal y miope nato, yo le recriminaba que no se pusiera las gafas de camino a los sitios: "Estoy más cómoda, y me ahorro las miradas de los guarros". Miradas invasivas, con mucho vitriolo y mal olor en las pupilas; bocas babeantes: "Estáis para eso; te aguantas, zorrita, sois todas iguales".

Antes de que usted me adscriba a ese grupo con el que se señala a quien, siendo varón, piensa que el piropo puede estar más o menos maquillado pero es casi siempre sucio y casi nunca deseado; y antes de que usted, quizá mujer antifeminista, que repite la estupidez -estupidez histórica- esa de que el feminismo es como el machismo pero en femenino, me dé el carné de progre de ocasión, diré que uno, claro, tiende a mirar a quien le resulta atractiva: es natural. Pero uno, también, piensa que la mirada sucia, la que desafía la queja, "¿Qué pasa, golfa, no te gusta que te mire?", no es de hombre, sino de incapaz y violento. Y de subdesarrollado: la he visto en la hinduista India, en el islámico Magreb o en el centroamericano El Salvador… y en las calles de mi ciudad. El machito piropero tiene más salero pero menos cultura, y su pestosa versión de cañonero de perdigones de saliva entre "te voy a comer esto y a hacer lo otro" está más en erradicada cuanto más al norte. Con excepciones y todo eso, hombre, por favor.

Pero si no el gancho de inicio de esta pieza, la realidad de repente me da la coda. De camino al ordenador que iba yo, un empleado de una franquicia de repuestos y servicios de coche con nombre de rey que convertía en oro lo que tocaba, junto a un cómplice con su mismo mono y logo, saluda a una chica -preciosa, un junco mulato de pelo trigueño- que va a entrar a trabajar en la cafetería contigua. La saluda así: "Hola, mi vida, si necesitas algo ya sabes que nosotros estamos en promoción: todo lo tenemos doble". Se ríe con su coleguita. Ella responde algo trivial: ha aprendido a tragar con la impunidad del rijoso desde pequeñita. Apuesto a que ese empleado no osaría arriesgar su puesto haciendo metáforas del tamaño de su miembro en la puerta de la tienda homónima en París u Oslo.

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