En manos de demagogos

Siempre hay un público para todo y existe al que le gusta la pendencia y el descomedimiento

Hay actuaciones políticas que desconciertan a muchos por no ser muy entendibles o porque se piensa que perjudican a sus ejecutores. En algunos casos no es difícil encontrar respuestas del porqué de las mismas. Entre las posibles hay dos a destacar. Una es la creencia de que es bueno que hablen de uno aunque sea mal. Por supuesto, cuando alguien hace algo que es habitual en la mayoría no llama la atención, pero si traspasa márgenes considerados normales, entonces la cosa cambia. Esto es muy comprobable, sobre todo, en televisión. Por desgracia, la rentabilidad mediática que alcanzan determinados absurdos, tonterías, bravatas o groserías, entre otros, no la consiguen la prudencia, flexibilidad, constancia y otras en esta línea. Pero tal proceder no siempre funciona positivamente, también tiene sus riesgos; como por ejemplo, el acostumbramiento a las boutades, desmesuras o despropósitos repetidos. Asimismo, habría que tener en cuenta que la insistencia puede provocar rechazo; como cuando se ha tenido un atracón de dulces y después su mera presencia revuelve el estómago, al menos, durante un tiempo. Sin embargo, también hay otra poderosa razón que favorece la continuidad de esas actuaciones que, como se ha dicho, desconciertan y es la que sigue a continuación. Cada partido o líder político tiene, como los artistas, su público y por tanto -como se decía antes-, se deben a él. Bajo esta premisa viene bien aquí, que ni pintado, lo publicado, en 1884, por el francés Raoul Frary, mostrando el arte de la demagogia: "No tengáis temor de disgustar a los unos encantando a los otros; agarraréis y tendréis en la mano el extremo de una cadena en la que todos vuestros oyentes son las ovejas… [un rebaño con el que] os convertiréis para ellos en un dueño y un pastor". Hay que ser realista. Siempre hay un público para todo y existe el que le gusta la pendencia, descomedimiento, ordinariez, lo impropio y demás. Pues bien, estas dos explicaciones las conoce bien Pablo Iglesias, subido a los altares en el reciente congreso del partido Podemos y, no sólo eso, sino que las pone en práctica para ser dueño y pastor. Regularmente nos ofrece su numerito en el Congreso o donde sea y con sus declaraciones, gestos y modos provocativos contenta a ese público muy concreto, como el último descrito. Lo que resulta decepcionante es que los que no son de ese grupo, los que están a favor del respeto personal e institucional, alimenten con su voto a un demagogo de tal calibre. Decepcionante, sí.

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