ESTOY echando de menos el tradicional artículo periodístico contra la Navidad. Ninguna Navidad que se precie puede alcanzar su apogeo y triunfar sin ir acompañada de la diatriba furibunda de alguno de sus innúmeros enemigos declarados (con derecho a imprenta). Antes acabará la tradición del pavo -o del conejo, que ya no se sabe- que la tradición de la queja indignada del objetor de Navidad. Mejor dicho, del objetor de estas fiestas, porque ni Nochevieja ni los Reyes se libran de la animadversión ilustrada.

Porque es ilustrada, qué duda cabe. Los antinavideños que conozco tienen todos un nivel de instrucción y cultura media o alta. Es más, en determinados ambientes está mal visto no posicionarse activamente contra las fiestas de diciembre y principios de enero (el solsticio de invierno, en versión laica). Te miran como un bicho raro si saben, o sospechan, que te gustan los villancicos, las calles iluminadas, la comida y la bebida sin tasa, hasta hartarse, las cenas familiares y el Niño Dios, al que ellos desean con todas sus fuerzas que crezca pronto para que otros disfruten con su pasión y crucifixión.

A mí no me entusiasman ni me molestan especialmente las Navidades. Ni fu ni fa. Me molesta lo que tienen de derroche absurdo de ex muertos de hambre venidos a más, que es lo que somos como sociedad, su algarabía de ruidosos festejos de amistad simulada, su orgasmo de sentimentalismo obligatorio y sus reconciliaciones de ocasión. Reconozcamos, sin embargo, que estas inconveniencias no son exclusivas de la fecha en que estamos. Varias veces al año, como mínimo, las vivimos con cualquier otro pretexto. Más grave me parece la nostalgia de sillas vacías de los que se fueron para siempre que las Navidades traen en el zurrón.

Ahora bien, también es hermoso que nos deparen cada año la excusa para reunirnos con los que queremos. Serán como sean, pero son los nuestros... y cada vez son menos. Comer y beber cosas fuera de lo común tampoco está tan mal. Si la vida es como el palo de un gallinero, corta y llena de mierda, más vale que disfrutemos mientras dure sin hacerle daño a nadie. El bullicio de las calles y la alegría que se nota en mucha gente termina por contagiarnos a todos, si siquiera sea superficialmente, y siempre será mejor respirar un ambiente de contento y optimismo que uno de ceños fruncidos y caras adustas. Ningún problema que tengamos lo vamos a solucionar con indignación ni cabreo (al contrario: tendremos dos problemas). Y, de cualquier forma, lo bueno que tienen las Navidades es que pasan pronto.

-Pero, oiga, a ver si se aclara. ¿Usted está a favor o en contra?

-Ya lo dije antes: ni fu ni fa.

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