Cuando cantar deja de ser una demostración artística o alarde propio de aquél a quien le sobran cualidades y la voz manifiesta involuntariamente toda la naturalidad y grandeza humanas, una multitud crea el dulce recogimiento; todos se hacen uno para que la música cunda, profundice y prenda.

La muerte del Hijo del hombre entenebreció al firmamento y con las ascuas del dolor el canto llegaba de una dimensión desconocida hasta una voz limpia y sola que se esparciría lenta en una tesitura que desde entonces y por los siglos de los siglos une en espiral este valle de lágrimas con los albores del Cielo. Cánticos que hacen el silencio y un silencio que revitaliza a la voz, contenida y desgarradora como la de la Madre, cuya entereza fue sellada en el himno "Stabat mater". Melodías sin tiempo que entrañan lo inabarcable van girando en sus esbeltísimos melismas, tan sinceros que la conmoción del oído abre de par en par al corazón. Y aquí todo nos parece un regalo del Altísimo, quien responde sin palabras con un anochecer que templa a las cuatro voces mixtas de un coro: su "Miserere" alterna el susurro y el clamor fundiéndose con el chisporroteo de los cirios y una campana a lo lejos, que redondea providencialmente este concierto sacro.

Nada más detenernos en la entrañable esquina de una calle muy antigua sin luz, un trío de capilla narra aquel tropiezo de nuestros primeros padres, que acompasa un viento solemne, denso mientras cada uno sigue a adelante con su cruz. Y cuando se han extinguido los ecos de los últimos acordes que dibujan los sollozos, un cuarteto de cuerda se desliza escalonadamente trazando un Descendimiento único, tan fiel que rápido y sin pensarlo aparece tal escena en el subconsciente colectivo.

Voces e instrumentos armonizan la tristeza de este vacío de amor fraterno que hoy se extiende sobre la faz de la Tierra con un arco negro reluciente donde la Luna y las estrellas también llevan luto. Todo ha vuelto sus ojos a tu tumba, Jesús. ¡Todo ha vuelto sus ojos a tu tumba!