LA operación Semilla, una macroinvestigación judicial sobre narcotráfico en la provincia de Cádiz, ha producido ocho años después un resultado inolvidable: de 31 procesados por tráfico de drogas, 28 han sido absueltos. La montaña parió un ratón.

Digo que inolvidable porque no deberíamos olvidarla. Por fallida y frustrante. Y por repetida. No es la primera vez que una redada espectacular en el submundo de la droga, con muchos y relevantes detenidos, con todos los cabos aparentemente atados y todas las pruebas supuestamente encajadas, acaba con el paso del tiempo en nada o casi nada. Como un sifón que al principio hace ruido y sale a presión para después quedar sin fuerza ni sustancia, un aguachirle de justicia.

Ni que decir tiene el efecto demoledor que estas operaciones causan en la conciencia social y, no digamos, en las impagables organizaciones ciudadanas de lucha contra la droga. ¿Por qué sucede tanto? Generalmente porque quienes intervienen (jueces, fiscales, fuerzas de seguridad), con más esfuerzo y voluntad que medios, cometen fallos que echan abajo la instrucción. No siempre actúan con profesionalidad. En ocasiones el juez invade competencias o territorios que no le corresponden, se construyen sumarios con pruebas endebles, se realizan escuchas telefónicas no suficientemente motivadas, se practican registros sin cumplir los requisitos jurídicos o se cuenta con testigos de dudosa credibilidad (ésta es una dificultad objetiva: así es el personal que se mueve en los circuitos de la droga).

De este modo las investigaciones realizadas, con encomiable celo y espíritu justiciero, llevan a elaborar un relato sumarial argumentado, lógico y prolijo... que el tribunal que juzga el caso, o un tribunal superior, termina por anular, haciéndolo caer como un castillo de naipes. Porque el problema de la Policía y la Justicia -y de paso, también de la sociedad- no es estar convencido de que un individuo trafica con drogas. En pueblos y barrios sólo hay que observar el tren de vida de algunos. El problema es demostrarlo con pruebas fehacientes, obtenidas según marca la ley y respetando la presunción de inocencia. Conforme se sube en la escala social del narcotráfico los sospechosos disponen de servicios jurídicos y financieros más sofisticados para la defensa de sus crímenes. No hay que facilitar la labor de estos profesionales mercenarios con fallos de los nuestros.

Tampoco los medios informativos somos muy cuidadosos en el manejo de la información. Cada gran operación la saludamos con alharaca, nos cargamos la presunción de inocencia y el secreto de los sumarios para dar un gran titular que al cabo de los años se deshace. No porque los malos no sean malos, sino porque hay que probar que lo son.

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