LOS malos datos sobre los resultados de los alumnos en el Informe PISA vinieron precedidos por el serio aviso que no hace mucho dio este periódico publicando las tasas de repetición en la ESO. Hasta podemos pensar si este indicador (repetidores en una educación obligatoria) no es más fiable y válido que los resultados del PISA. Éstas son, al fin y a la postre, las conclusiones de un examen en un momento dado que se realiza a un grupo de edad; aquéllos son el resumen de toda la historia escolar de una añada completa.

Permítanme que olvide el PISA y me ocupe ahora de los repetidores. Lleva razón la consejera de Educación cuando afirma que sería necesario contemplar no cortes puntuales relativos a un año, sino series temporales de diez años, que es lo que tarda una cohorte o promoción en recorrer el tramo de la escolaridad obligatoria. Si nos ceñimos a las notas que se obtienen en cuarto de ESO, podemos ser fácilmente inducidos a error al desconocer lo ocurrido en los años anteriores: una gran cantidad de suspensos en tercero garantiza al curso siguiente unos magníficos resultados en cuarto, claro que alcanzados sólo por los pocos alumnos que han sido capaces de llegar hasta ahí.

Estamos casi estrenando la LOE, y acaba de ser aprobada la Ley de Educación Andaluza. ¿No es éste un buen momento para fijar metas, objetivos, tasas deseables? En otras palabras, ¿no podemos esperar del Gobierno que, a la vista del nuevo diseño de la escolaridad obligatoria, los recursos que va a emplear y los esfuerzos que se van a llevar a cabo para implementarla con toda la efectividad posible, nos diga, en función de los enormes recursos (¡y discursos!) que se van a poner en juego, cuántos alumnos espera que la hagan en los diez años de duración previstos, cuántos en once y doce y cuál es el margen tolerable e inevitable de chicos y chicas que se queden en el camino?

Esta forma de obrar parece más razonable que dejar abierta la cuestión y luego asombrarnos más o menos en función de lo que salga. Esos porcentajes o indicadores, esparcidos por toda la escolaridad y adaptados a los momentos de la promoción de curso servirán de pautas claras para saber cuándo el sistema se aparta de sus previsiones y, por tanto, habrá más posibilidades que en la actualidad de intervenir tempranamente y de corregir el rumbo. Por otro lado, tendremos un criterio claro a la hora de juzgar si unos resultados pueden ser considerados como fracaso o como éxito.

También tendría que cambiar la peculiar manera que tiene la Administración de ocuparse de los centros. Se reglamenta hasta la más exasperante minucia todo lo que tiene que ver con los aspectos previos y necesarios para el desarrollo del proceso de enseñanza-aprendizaje, pero sin ir más allá. Si empleamos la metáfora de la representación teatral, la Consejería correspondiente o el Ministerio cuidarían hasta el detalle el número de entradas a ofrecer, la seguridad y comodidad del local, la contratación de los actores y del director, la garantía de que las funciones se van a celebrar en el día y la hora previstas, etcétera. Ahora bien, una vez que se alza el telón, lo que pase allí dentro parece que no le concierne. Así, viene a dar lo mismo si la obra está bien o mal representada, si se cambian los papeles o incluso el propio argumento, si se acorta la duración de la función o se improvisa porque no se ha ensayado lo suficiente.

Lo que acabo de señalar no puede ser considerado superficial. Hoy día las escuelas y los institutos son la principal inversión de la sociedad en sus jóvenes y, por el bien de todos, hay que cerciorarse de que estas inversiones no se despilfarran o se aprovechan insuficientemente. Los centros escolares no son propiedades privadas de los maestros o profesores, y por eso no son ellos los que corporativamente deben responder de su actuación, sino la Administración la que debe establecer un sistema de rendición de cuentas que permita saber claramente qué va bien y qué va mal.

Se ha convertido en un lugar común la afirmación de que tanto la sociedad como la familia han traspasado a la escuela muchas de las funciones y obligaciones que tienen para con sus más jóvenes miembros, y en gran medida tal idea es cierta. Sería bueno, por ello, que el poder político no hiciera algo semejante: dejar bajo la responsabilidad de los propios docentes el control del progreso educativo y la verificación de que la institución escolar alcanza los objetivos y cumple los fines que la sociedad, por medio de las leyes, les asigna.

Esperemos el cambio de rumbo. Decía San Juan de la Cruz: "Si no queremos estar donde estamos, no podemos seguir por donde vamos".

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