Hoy quiero hablarles de fronteras. De barreras entre pueblos y personas, de límites impuestos por la historia o el interés. Muros por fuera y divisiones por dentro. No, no me refiero solo a esas identidades exacerbadas que han monopolizado absolutamente la atención durante los últimos meses, hasta llegar a hoy, el día cero. Aunque sea inevitable enfocar hacia Cataluña, hay otras fronteras igualmente dolorosas, mantenidas en un cómodo y oportuno silencio.

Esta semana ha finalizado el plazo de dos años que, en plena crisis de los refugiados, dio la Unión Europea para que los países miembros acogieran a un total de 160.000 personas. De ellos, se han reubicado menos de 30.000. En medio de este fracaso generalizado, las cifras españolas avergüenzan aún más: no se ha llegado ni al 11% de lo que se prometió. Durante este tiempo, las personas que piden asilo han seguido llegando y en Europa ha disminuido la solidaridad y aumentado el miedo, azuzado por los partidos de la nueva derecha. A los refugiados se les ve menos, cierto, y a veces parece que ya solo quedan residuos del problema. Pero no es que la migración cese: ahora necesitan caminos más diversos y arriesgados, y recurren a los traficantes porque las vías legales están cerradas.

Detrás de las fronteras hay mucho miedo. El mismo miedo que ha convertido a Turquía en un campo de concentración es el que ha conseguido poner en contra a catalanes por un lado, y a extremeños, manchegos, castellanos o andaluces por el otro. Aquí, en nuestras fronteras caseras, contamos además con una idea con suficiente poderío emocional como para levantar murallas (esa mal llamada "independencia") y con la flagrante incompetencia de los gobernantes, que sacan beneficio de su empecinamiento: la gasolina idónea para provocar un incendio que ha conseguido arrasar hectáreas de convivencia.

Pero las líneas divisorias en este mundo globalizado son cada vez más tenues, más líquidas. Es imposible empeñarse en ellas, elevarlas, rodearlas de normas, alambres o desafíos. Las personas que buscan refugio seguirán llegando, huyendo de la guerra o el hambre, porque quedarse no es una opción. Ninguna frontera va a pararlos, y habrá que ir dando respuesta a su presencia. Tampoco permanecerán las banderas que hoy encrespan los ánimos y llaman a la confrontación. De un modo u otro, el tiempo del diálogo comienza mañana. Y nada impedirá que seamos capaces de entendernos.

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