Silla de palco

Antonio Mancheño

El espía de las cuatro y treinta

Nadie supo por qué, pero a la Cospedal le dio el fato. Intuía que un micro, disimulado entre las rosas de un florero veneciano, grababa sus palabras y trasmitía su voz de terciopelo hasta la sede de los cavernarios, secta infiltrada entre la musaraña política y el despiporre mediatico, pero no encontró nada.

Hurgó en el bolso de Hermes. Inútil. Revolvió la vieja escribanía del abuelo, los estantes repletos de libros, acrósticos y notas en clave de Indiana Jones. Nada. Siguió con un barrido de todos los rincones, cuadros y antiguas cornucopias. Escrutó en la caja blindada y cifrada. Nada. Peinó la zona de los cajones falsificados por si encontraba el móvil que urdía, de la Vogue, en sus comunicados. Meditó seriamente sobre el montaje que Pepiño adujo sobre las nuevas interacciones maniático-depresivas del PP. Nada que hacer.

Sin embargo sabía que sus mensajes eran interceptados, aunque no tenía pruebas. Se iluminó su mente y al instante mandó un burofax a un grupo de agentes salidos de la novela negra que habían sido maestros en resolver los crímenes famosos de mentes prodigiosas y malignas. Ya está, se dijo, mientras se disponía a reabrir los mágicos sucesos de Charlie Chan, Poirot, la señorita Marple, Ironside, Marlowe, el Santo, Maigret, Holmes, y toda la panda detectivesca que llenaron de excitación e intriga su alucinada imaginación. La cosa estaba echa. La pista surgiría en el momento exacto en que los personajes tomaran forma entre sus manos y repitiera sus métodos y análisis. Y comenzó la espera.

Repasó, una y mil veces todos los argumentos, desde la tinta china invisible hasta el satélite USA que observaba su agenda. Desde las trampas de Fu Man Chu, hasta el flechazo de 007 y su orgiástico atractivo, tipo M5. Al final, después de tanto estudio y tanta tecnología punta, una sombra alargada seguía cercando sus secretos. Los siniestros espías no eran fáciles de identificar.

Tomó otra decisión y consultó las viejas pócimas y el enigmático esoterismo. Los dioses de la Helade y de Roma. Los manuscritos babilonios y la trasmigración egipcia y así, hasta las faustas meigas, los roles del tarot y exploradores oníricos. Investigó a Merlín, a los tres pastorcitos de Fátima y al gran Houdine. No había manera.

Al fin recurrió al psicoanálisis, Freud y Jung, enjugaron su mente, no fuera ser una obsesión fruto del síndrome de Génova. Tampoco. No fue la paranoia quien la indujo a pensar en un complot contra los populares, ni el estrés traumático de horas de despacho. Ni hablar.

Sin saber cómo, halló la solución. Todo empezó a las cuatro y treinta del día que un zapatero, calzó sus pies con un modelo personalizado. El chip espía, bamboleaba su esbeltez y a la vez transmitía su sonido hasta una habitación sin vistas. Recordó a Carmen Calvo, la exministra que le recomendó a Manolo Blahnik. Todo encajaba. Ahora pasea con unas alpargatas ibicencas. Feliz y difundiendo, tácticas evasivas contra ese gran hermano, vigilante y guardián de la ética y conciencia de España.

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