Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Yo soy español

Ser español es estar loco, no admitir más nación que los brazos de Dulcinea, andar los caminos con la cabeza 'perdía'

Si Mariano Rajoy es una fábrica de independentistas, según algunos, habría que admitir que los mismos independentistas catalanes contribuyen a despertar sentimientos de españolidad donde antes no los había. Pero claro, correspondería afrontar la peliaguda tarea de señalar o acotar la identidad española, lo que puede parecer sencillo, pero después de cuarenta años de autonomías igual no lo es tanto. Parece evidente que quienes van por ahí paseándose con la bandera del pollo y haciendo gala de su nostálgico nacionalismo rojigualdo, acuartelado y manoloescobarista lo tienen clarísimo. Pero para quienes el asunto patriótico nos pilla más lejos que Alpha Centauri, los incentivos son considerablemente menos. La mejor definición de lo que significa ser español se la leí no hace mucho a Eusebio Calonge: ser español es, en su opinión, no ser de ninguna parte. Ser de los caminos, de los cruces, de las veredas, de este pueblo y del otro. Y esto me lleva a aquella otra nostalgia más llevadera, la del 98: ser español es ser Don Quijote. O Sancho Panza. Armarse caballero en una venta, plantar cara a los gigantes, no admitir más nación que los brazos de Dulcinea y tener la cabeza perdía. Ser español es estar loco. No saber a ciencia cierta dónde se está, qué suelo se pisa. Echar a la talega medio queso y un pan, andar y soñar con ínsulas.

Y seguramente, si decidimos articular esta poética grotesca en un Estado, nos salga algo aún más feo, enfermizo y fuera de lugar. Qué le vamos a hacer, necesitamos una unidad administrativa, claro, pero lo que nos pide el cuerpo es algo muy distinto. Por eso los independentistas catalanes, aunque ellos no lo sepan, son más españoles que Manolete: esas ansias por irse no son más que la formulación expresa del deseo de seguir dentro. Recuerden a Bergamín. Don Quijote se sintió siempre traicionado y desamparado en sus aventuras, solo, consciente de que los pérfidos se reían de él y le señalaban con el dedo. No es fácil sobrellevar la locura apátrida de los hidalgos. Por eso también él quería salir de una vez sin dejar de estar en el ajo. Sólo el exilio que lo condujo de vuelta a casa bajo el nombre de Alonso Quijano le devolvió la cordura. Pero el amor a Dulcinea fue siempre más determinante. La historia habría de recordarlo más como amante que como héroe. Condenado a la misma demencia platónica que nos atañe.

Nada saben de estos asuntos quienes afirman que España es una cuestión de fronteras, ni quienes entonan Yo soy español al ardor del éxito futbolístico. Ser español no tiene ninguna importancia. Se pierde siempre. De ahí su grandeza y su miseria. Vale.

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