Amanecemos con un nudo en el estómago. Con la incertidumbre de lo que puede suceder durante el día en Cataluña y la sospecha de lo que puede pasar a partir de mañana si la locura independentista sigue adelante. Es un día difícil para el país y se va a poner a prueba su fortaleza, la altura de miras de su clase dirigente y la paciencia de sus fuerzas y cuerpos de seguridad. El desafío de esas urnas de todo a cien que quieren poner Puigdemont y los suyos tiene a España con los nervios a flor de piel y cunde en el ambiente cierta sensación de hartazgo del resto de los españoles al respecto de los catalanes. No hay tertulia en la que el referéndum no sea protagonista y, salvo a los conversos de última hora, en la mayoría de las mismas reposa el convencimiento de que los secesionistas no van a ninguna parte.

En la búsqueda de las responsabilidades que expliquen cómo hemos llegado a la tragicomedia de hoy se puede mirar a numerosos lugares. Desde luego, el principal recae en la ¿clase? política catalana, pero hay otras. La articulación del discurso victimista que flamea en las esteladas se ha inoculado allí durante lustros en las venas de sus gentes a costa de las carteras de los españolitos. El "España nos roba", el "los andaluces son unos vagos", el "tenemos peores infraestructuras que nadie" ha ido calando con la aquiescencia durante ese tiempo de las grandes fuerzas políticas, que siempre vieron en CiU a la cortesana perfecta para calentar sus camas monclovitas. A cambio del pacto de sillones se transferían miles de millones que servían para articular este discurso falso y del miedo que hoy nos atenaza. Y, de paso, para llenar los bolsillos de los padres de la patria catalana al ritmo del 3%.

Luego vino el funesto tripartito para convertir aquello en un sainete. Eran los tiempos en los que Zapatero prometía avalar en Madrid lo que aprobara Cataluña, "sea lo que sea". Y de ahí salió un Estatut trampa que acabó en los tribunales. Se le daba carta de naturaleza de esta manera al supuesto agravio que viven los catalanes, como si el resto de paletos y arrastrados españoles existiéramos sólo gracias a su generosa caridad. Más tarde vino Rajoy e hizo del silencio su estrategia. Calló demasiado y se dejó crecer a la bestia.

El Ejecutivo olvidó Cataluña para salir de la crisis y Cataluña se metió en una crisis sin salida. Nadie en Moncloa se planteó explicar a los catalanes la respuesta a las preguntas que se plantean tras la independencia. ¿Quién paga la deuda catalana de 57.000 millones de euros con España? ¿Con qué moneda? ¿De qué vivirá el nuevo Estado cuando se produzca el éxodo empresarial? ¿Qué pintará en Europa? ¿Qué hará con los traidores, los españolistas, los disidentes y los no alineados? ¿Quién los reconocerá como país nuevo? Nadie se lanzó a explicarle esto a los catalanes y por aso así nos vemos.

Una parte de Cataluña desafía hoy al Estado. No está en juego una bandera sino algo mucho más grave. El desafío estelado esconde tras de sí un intento de romper nuestra convivencia, un mensaje racista y un cúmulo de mentiras. Su éxito supondría nuestro fracaso. Y eso es algo que no puede consentirse.

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