Sospecho que lo que sigue no va a satisfacer a casi nadie. Pero la primera responsabilidad del opinante es describir la realidad como él la ve. Ahora que a Rajoy le llueven, desde fuera y desde dentro de su filas, las más duras críticas, quizá convenga atenerse a la fría objetividad de los hechos: el 155 ha cumplido su función, que por supuesto no era ganar las elecciones ni hacer desaparecer al independentismo, sino detener la deriva de una profunda crisis de Estado que, por momentos, se presagiaba convulsa y sangrienta. Tras el 21-D, si algo parece claro es que el golpismo ha perdido, que se aleja del imposible discurso de la unilateralidad, y que la tan cacareada mayoría soberanista sólo sobrevive en la extraña matemática de una pésima ley electoral.

A Rajoy, como poco, habrá que reconocerle el mérito de haber asumido el reto sin pensar en el interés de sus siglas, con el rigor y mesura exigibles a quien aspira a ser hombre de Estado. Es cierto que la debacle electoral del PP ha sido inapelable; también, que esos resultados comprometen su próximo futuro en el resto de España; pero, tal y como estaban las cosas, con las calles de Cataluña a punto de arder, el haber llegado hasta aquí sin muertos ni heridos, con la Justicia cumpliendo estrictamente su función y la sociedad catalana instalada en una mínima normalidad, no debiera considerarse un logro menor.

Quizá por contraste el horizonte se visualice mejor. Plantéense la misma coyuntura con los presidentes anteriores: González, intuyo, habría serenado el furor nacionalista con la tila, mágica y cara, de nuestros dineros; Aznar, hombre de impulsos radicales, tal vez no hubiese dudado en ocupar militarmente el territorio rebelde; con Zapatero ni les cuento, el Principado estaría a punto de celebrar un sexenio de independencia.

Nada de esto ha ocurrido. Los ritmos de Rajoy son inescrutables. El partido continúa. Del procés hemos pasado al proceso. Más allá de las urnas, la legalidad sigue su lento camino, los jueces perseveran en su trabajo y la Constitución conserva su inalterada vigencia. Hay quien dice que el 155 llegó demasiado tarde y las elecciones demasiado pronto. Eso es no entender la lógica de don Mariano: él, maestro del mal menor, sabe que no se equivocó. Aunque en Génova lo maldigan y en el Parlamento lo lapiden, acaso por su exasperante templanza, su incoloro sentido del deber y su galleguismo irredento, España aún es España.

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