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Rafael / Padilla

No nos conmueve

EL tratamiento informativo que ha merecido en nuestros medios de comunicación la última matanza de cristianos en Pakistán demuestra hasta qué cotas de cinismo está llegando nuestra calculada indignación, siempre cautelosa y selectiva. Queda paladinamente claro que no es lo mismo ser asesinado en Bruselas que en Lahore. También, que nada tiene que ver un atentado indiscriminado con el que se dirige contra cristianos, un grupo a priori poco defendible en esta sociedad nuestra crecientemente laica y recelosa de la cruz. Cualquier genocidio de estas características apenas nos interesa, nos coge demasiado lejos y, para colmo, estorba en la tarea de ridiculizar y criminalizar a los creyentes en Cristo.

Y miren que, en este caso, los hechos son de una inmensa crueldad. Se necesita un altísimo grado de inhumanidad para hacer estallar un artefacto en un parque lleno de niños, con el objetivo confesado de eliminar a cuantos en aquel lugar celebraban la Pascua. Pero ni aquí nos conmueve, ni allí se aparta de la normalidad. Las minorías religiosas, que antes de 1947 constituían el 15% de la población de Pakistán, rondan hoy el 4%: los hinduistas representan un 2% mientras que los cristianos, católicos y protestantes, suman el 1,6% de sus casi 200 millones de habitantes. El perpetuo chantaje de los partidos ultrareligiosos musulmanes alimenta la tradicional indiferencia de los sucesivos gobiernos paquistaníes ante masacres de esta índole. Cuando los terroristas atacaron una escuela en 2014 y dejaron 140 muertos detrás, en su mayoría niños, tampoco hubo una reacción mínimamente decidida, rápida y eficaz. La ignominia de que, desde hace más de 30 años, esté en vigor la llamada ley de la blasfemia, en virtud de la cual tres musulmanes pueden ponerse de acuerdo para condenar a muerte a un cristiano si le acusan de haber insultado a Mahoma o al Corán, nos ilustra bien sobre el irrespirable clima social de un país fanatizado e intransigente como pocos.

Ante tanta barbarie, nuestro silencio. Ni una portada de periódico, ni quince segundos de telediario, ni la ofrenda de unas flores o el acostumbrado minuto de respeto. No conviene molestar. Aún menos si las víctimas sostenían principios ahora tan despreciables. Justamente ésos -cuán flaca es nuestra memoria- que facilitaron la democracia, los derechos humanos y la grandeza de una civilización, la nuestra, ya hoy tan enferma y cobarde como mansamente diezmada.

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