Relatos de verano

Nerea / Riesco

Ni colorín, ni colorado (V)

Cuando vio que otro hombre rodeaba la cintura de Luz sintió que el alma se le quebraba como una de esas frágiles copas de cristal de bohemia a las que se le puede sacar sonido si recorre con cuidado su borde con el dedo. Intentó concentrarse en la quemazón que sentía en la boca del estómago porque creyó que así le resultaría más fácil olvidarla. Pero por el contrario, empeñarse en olvidarla le recordaba aún más que la amaba.

Antes de regresar a mis lóbregos cuarteles de invierno, con los ojos bien secos por si acaso, miro como te vas adentrando en la niebla y empiezo a recordarte

Pero no le dio mucho más tiempo a seguir regodeándose en su desdicha. Tres días después de la inauguración de Ni colorín, ni colorado, Luz entró de nuevo en la tienda; esta vez sola. Empujó con decisión la puerta y un repiqueteo de cascabeles espabiló a monsieur Farrugia que en ese preciso instante estaba colocando en el escaparate la Gran enciclopedia de los sueños. El dependiente se acercó a ella con su sonrisa empalagosa de ojillos guiñados para preguntarle qué deseaba, pero Luz lo ignoró por completo y caminó con paso firme hasta llegar a la altura de monsieur Farrugia.

-¿Por qué ha puesto eso ahí? -dijo como saludo señalando la frase "no te salves" de la cúpula de vidrio-. ¿Quién es usted?

Luz hacía un esfuerzo por reconocer al niño triste de su infancia en ese hombre elegante y espigado que ahora tenía de frente. Habían pasado muchos años y le entraron las dudas, pero él levantó la mirada del suelo y pudo ver el brillo de aquellos ojos ambarinos únicos. Y entonces estuvo segura.

-Eres tú… -susurró.

-Me está confundiendo con otro -dijo él pasados unos segundos-. La frase que hice colocar en la vidriera pertenece a un poema. Nada más que eso. Lamento no ser la persona que busca -se quedó un momento en silencio, dudando si dar más explicaciones-. Yo también busqué a una persona, ¿sabe? Pero cuando al fin la encontré… ya no la conocía.

-No la conocía -repitió Luz con voz amarga-. ¿Y antes la conocía? Lo que conoces es tan poco -y se dio la vuelta. Caminó en dirección a la salida, cabizbaja, hablando consigo misma-. Es tan poco lo que conoces de mí. Conoces mis nubes, mis silencios, mis gestos

L o que conoces es la tristezade mi casa vista de afuera son los postigos de mi tristeza el llamador de mi tristeza

Verla alejarse hizo que monsieur Farrugia atravesara al galope por varios estados de ánimo. En un primer momento pensó que aquello era el punto y final perfecto que toda novela de dramas necesitaba, y decidió conformarse. Respiró hondo e intentó concentrarse de nuevo en el trabajo. Escuchó las campanillas de la puerta, la constatación sonora de que ella salía de su vida para siempre, y una cruel desolación se le aferró a la garganta como una mano gigante y húmeda, impidiéndole respirar. En un momento de debilidad se permitió reconocer que estaba hermosísima, ya no como el hada efímera e infantil que recordaba, sino como una mujer carnal y tangible. Llevaba años soñando con ella, la había convertido en la razón que le permitió soportar el hambre, el frío, el miedo, la soledad… todo le parecía poco si ella era lo que le estaba esperando al final de ese tortuoso camino que era la vida y, cuando al fin la encontraba, estaba casada con otro. ¿Por qué no le esperó?, ¿por qué?, ¿por qué?… Maldijo su suerte. Ni siquiera había tenido la oportunidad de demostrarle quién era él realmente. Tuvo que inventar su propia historia de amor a base de poemas que describían caricias, besos, sueños… como si ellos mismos fueran dos personajes de novela que se mantienen vivos sólo en las letras. Y se dio cuenta que su vida no era más que una sucesión de palabras; un cuento que ella le había contado mucho tiempo atrás. Dejaría de existir si la olvidaba.

-¿Ésa no era la esposa del librero? Del otro librero, quiero decir -el dependiente le sacó de golpe de sus pensamientos con la pregunta.

-Eh… Sí, creo que sí… sí -respondió monsieur Farrugia intentando que no se notara su turbación.

-Pobrecilla -continuó el muchacho-. Menuda vida ha llevado. Dicen que el tirano de su padre la obligó a casarse con este tipo que es el aún más tirano que él. ¿Sabe que ahora pretende ser alcalde? Como lo consiga estamos apañados.

-Quédate al tanto de la tienda. Regreso en un momento.

Monsieur Farrugia agarró un libro que había sobre el mostrador y salió a la calle seguro al fin de lo que tenía que hacer. Él era quien escribía su futuro, llevaba años haciéndolo. Siempre fue así. Sin Luz perdería la magia de las letras, sin ella se quedaría sin proyectos y tendría muy pocas oportunidades de sentirse feliz. Había invertido toda su vida en prepararse para amarla, y no iba a renunciar a ella. La vio a lo lejos y echó a correr. La atrapó al final de la acera.

-El otro día no se llevó el libro - le dijo tomando aire, extendiéndole el volumen de piel de cabritilla.

-No tendría que haberse molestado -respondió ella con la mirada triste-. Hoy no es el día de la inauguración. Ya no invita la casa.

-Insisto -le rogó monsieur Farrugia-. Hágame el favor de leerlo.

Y se dio la vuelta dejando a Luz con el libro entre sus manos y con una interrogación en la punta de la lengua. ¿Por qué tanto interés en que leyese aquello? Lo miró, no tenía título visible en su portada así que se aferró a él y caminó en dirección a su casa llena de intriga. Cuando llegó apenas se quitó los guantes y el sombrero y se sentó a leerlo junto a la ventana. A primera vista se trataba de un libro de poemas independientes pero que parecían tratar un tema común. El autor hablaba de un amor arrebatado, lleno de dificultades

Y de pronto él sintió que sin ella sus brazos estaban tan vacíos que sin ella sus ojos no tenían qué mirar (…) lamentó que el futuro fuera oscura maleza sólo entonces pensó en ella eligiéndola y sin dolor sin desesperaciones sin angustia y sin miedo dócilmente empezó como otras noches a necesitarla

Y Luz comprendió que aquella historia era su propia historia.

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