Hablar del derecho a la alimentación es, a estas alturas, tan obvio como perverso: nadie lo discute, es capaz de movilizar a amplias capas sociales (piensen en esas campañas masivas de los Bancos de alimentos), pero la cosa va cada vez peor. Parece algo diabólico: dos mil millones de personas en el mundo con carencias alimentarias, por un lado, y casi otros tantos con sobrepeso u obesidad. No es solo un problema de otros, es también "nuestra hambre": en España, dicen, hay casi dos millones de niños malnutridos o desnutridos. Son datos difícilmente cuantificables, porque de todas las caras de la pobreza la del hambre es la menos visible. Y como siempre, no serán los números, ni los parches asistenciales, ni las grandes decisiones políticas que nunca llegan, las que conseguirán acabar con ella.

La luz llega por otro lado. Son las ciudades, donde se agolpa la población más vulnerable y expuesta a los estragos, las que han decidido dar un paso adelante y actuar de palanca de cambio en materia alimentaria. Más de 150 grandes ciudades de todo el mundo trabajan ya en sintonía con los objetivos alimentarios de la FAO, y entre ellas Valencia está asumiendo un liderazgo indiscutible. Allí se acaba de celebrar esta semana la Cumbre de Alcaldes del Pacto de Milán. Un evento más, podría pensarse, si detrás no hubiera un verdadero compromiso por parte de los poderes locales y, sobre todo, un cambio de paradigma.

¿Por qué? Porque cambia las reglas del juego. El enfoque de la UE para la ayuda alimentaria es vertical, actúa desde los gobiernos que compran los alimentos en licitaciones internacionales, fomentando el agronegocio; luego los reparten a través de grandes organizaciones civiles, como Cáritas o Cruz Roja, de modo que se siga fomentando el asistencialismo. En cambio, en el Pacto de Milán el marco de acción es horizontal: se trabaja desde el derecho de todos a una alimentación sana, a través de movimientos ciudadanos organizados e impulsando circuitos cortos de producción y consumo. En Valencia, por ejemplo, 10.000 hectáreas de huerta que se salvaron de la depredación urbanística han pasado a ser una oportunidad de revitalización.

No se trata de producir más alimentos, sino de diversificarlos y distribuirlos mejor. Si las ciudades se comprometen a desarrollar sistemas alimentarios sostenibles, todo este movimiento social puede ser auténticamente subversivo. Quizás por eso conviene que pase tan desapercibido.

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