LA luminosa tarde del 4 de marzo tuve el placer y el honor de apadrinar el nacimiento de un libro, el primero del excelente periodista granadino, ya afincado en Huelva, Rafael Adamuz. Hacía ¿tres, cuatro años? que me había hecho confidente y partícipe del proyecto, me interesó fervorosamente desde el primer momento. Sabía que no resultaría fácil, sabía que él lo lograría. Y helo aquí, tiene título: La memoria varada.

Ha sido una ardua labor que ha ocupado su corazón y su cabeza hasta ir deshilvanando los hilos de una sucia madeja enmarañada, sucia de sangre, enmarañada de mentiras. Una madeja tejida con esos emponzoñados hilos de la historia de un país que ha dejado prendas sucias en la colada, que no ha oreado la ropa limpia al sol que regala su luz por igual para todos (¿por igual para todos?, hummm…). Cuenta Adamuz en estas páginas la historia de aquellos hombres onubenses que un 19 de julio de 1936 partieron desde Riotinto a bordo de camiones para liberar Sevilla de los sublevados, en golpe militar, contra la República. Ya desde niño había oído yo, allá en Riotinto, algo sobre el suceso, rumores, medias voces, penumbra de palabras: que mineros -aunque no todos eran mineros- muy jóvenes, unos muchachos, dieciocho, veintitantos años, engañados, habían subido a camiones cargados con dinamita y, antes de alcanzar su objetivo, cuando ya la Giralda ensartaba el horizonte del amanecer, en La Pañoleta, los habían traicionado. Muertos, heridos. Pasados los años, y atraído por ese turbio relato, quise saber y algo averigüé. Pero poco, como tantas cosas de aquel tiempo, quedaba el suceso cubierto por el mismo polvo rojizo de la voladura de los barrenos. Un rubor que avergüenza algunas páginas de los libros de Historia.

La memoria varada viene a poner el haz de luz de su linterna sobre la ominosa oscuridad que impide el recto avance de los pueblos. Con tesón, con ahínco, ha investigado Adamuz los hechos, desde la nefasta noche del 18 de julio de 1936 en que son reclutados hasta el juicio de guerra al que se les somete, pasando por la tremenda madrugada del 19, cuando los disparos acallan a los pájaros, cuando la claridad del alba se funde con el hiriente resplandor de la dinamita que estalla. Cuando, aún ellos no lo saben, va a comenzar su cárcel de agua.

Todo lo ocurrido reviste una trágica atmósfera de fátum, de hado terrible. Estamos ante un detallado documento histórico, un extenso reportaje en el que el autor va trufando la documentación aportada con los avances personales de su investigación, dos tiempos entrecruzados, 1936 y el actual. En medio, unas emotivas cartas. Y, como todo entre el ser y la nada, las personas, sus actuaciones, revisten matices, no blanco impoluto, no negro profundo, hay una tierra de nadie que se tiñe del color de la compleja e inescrutable alma humana.

Los datos que en estas páginas se revelan nos hacen rebelarnos. Rebelarnos porque la Justicia no es que tenga los ojos vendados es que han debido de ser picoteados, arrancados, por algún cuervo, y la balanza que sostiene su mano se desequilibra siempre con el peso del dolor de los más débiles. Leemos las circunstancias en las que se les mantiene prisioneros, en un barco de cabotaje, el Cabo Carvoeiro, atracado en el Guadalquivir a modo de cárcel, asistimos a la toma de declaraciones a ritmo de vértigo, a la farsa de juicio a que se ven obligados, sin garantías. Imaginamos la desazón, la desesperanza de aquellos muchachos sumidos en la oscura humedad, en la calor del ardiente estío sevillano, oyendo sobre sus cabezas las pisadas en cubierta de sus guardianes, temiendo que en cualquier instante unas botas militares descenderán la escalerilla para anunciarles que… Y todo ello convierte estas páginas, en las que Rafael Adamuz ha depositado fe, en necesaria memoria. En voz que debe ser escuchada para que, al fin, pueda descansar su incesante eco.

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