Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

El buen criterio

El derecho a creer lo que uno quiera y a que esta creencia le sea respetada no existe. Tampoco en esto somos iguales

Pongo la radio en el coche y escucho una tertulia sobre los terraplanistas, los defensores de la idea de que la Tierra es un disco plano rodeado de hielo que flota en el Sistema Solar de manera ascendente, lo que por otra parte serviría de razón alternativa a la Ley de la Gravitación Universal de Newton. De entrada, a uno le extraña que semejante fenómeno tenga cabida en una emisora seria, pero resulta que quienes esgrimen esta idea son más de cuatro, los hay en todas partes, se organizan en asociaciones, cuentan sus seguidores por miles en las redes sociales y disponen de fervientes youtubers que divulgan sus teorías a una audiencia sensiblemente superior a la que presta atención a la comunidad científica internacional. De manera que lo que algunos llaman verdad alternativa (el mayor éxito de lo que llevamos de siglo XXI corresponde sin duda al eufemismo como versión demoníaca del lenguaje) no es más que un voluntarioso y consciente regreso a la Edad Media. Con tal de afirmarse en una determinada identidad y hacerse de paso el valiente, hay quien es capaz de agruparse en torno a la teoría de que los niños vienen de París (al tiempo) y quedarse tan pancho. Mientras conducía, reparaba en la cantidad de evidencias, naturalmente observables, que desmontan el tinglado terraplanista. Pero el problema, claro, es otro.

El problema es el derecho esgrimido por quienes sostienen ésta y otras falacias a tener un punto de vista distinto y a que éste le sea respetado. Creer que la Tierra es plana, afirman, no hace daño a nadie: se trata tan sólo de buscar otra verdad (hay al parecer un rapero estadounidense que está recaudando fondos para enviar un satélite libre al cielo que demuestre que el planeta es un disco) y, a partir de aquí, que cada uno crea lo que quiera. Lo que uno querría creer es que todo esto es una chufla, pero conviene decir que ese derecho no existe. No se puede reclamar la libertad de creer en lo que a uno más le apetezca. La cuestión es que el relativismo moral, la apatía postmoderna, una solidaridad mal entendida y una insufrible caza de brujas disfrazada de corrección política han consagrado un derecho que no existe: el de hablar sin tener ni puñetera idea y el del respeto al discurso falso, porque todos somos iguales. Pues no, no lo somos. Ni de coña. Hay quien tiene razón y quien no la tiene. Quien sabe y quien no. Así de fácil.

Mientras, las redes sociales excitan la ilusión de que todos los mensajes son igual de importantes al emitirse en igualdad de condiciones. Pero el buen criterio se traduce en autoridad. Y no hablo ya de planetas planos: hablo de la revolución de la estupidez.

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